“Sólo después de que el último árbol sea cortado,
sólo después de que el último río sea envenenado,
sólo después de que el último pez sea apresado,
sólo entonces sabrás que el dinero no se puede comer.”
Anónimo
Esta mañana participé de un recorrido que me hizo recordar mi niñez. Vivía en la calle de Juan Álvarez en la colonia del Empleado. Estudié en la primaria vespertina Francisco I. Madero que se encuentra en la calle de Domingo Díez. Hablo de los años setenta, hace más de cuarenta y tantos años. Todos nos conocíamos, todos convivíamos. Chucho llegaba en su caballo a vender leche. Leche de verdad, no lo que venden ahora. Nos juntábamos todos los niños, César, Quique, el “Tribi”, Juan, “Geros”, Joselo, Rulo, el “chorejas”, en fin, nos reuníamos y jugábamos mil y un juegos. Las canicas, el burro castigado, la roña, el bote pateado… ¡Qué tiempos aquellos! Nos íbamos al cerrito a cortar varillas para hacer papalotes que ahí mismo hacíamos volar. Era una sensación hermosa. Eran aires de libertad. Mi espíritu volaba por los aires y sentía que viajaba sobre mi papalote a mundos maravillosos.
Algunas de esas tardes, después de la escuela (a veces nos íbamos de pinta) nos reuníamos afuera de la tienda de las “señoritas”, comprábamos teleras de diez centavos, cincuenta centavos de chiles en vinagre y nos preparábamos unas ricas tortas de puro chile y de las cuales todavía tengo el sabor que me hace recordar esos tiempos y, emprendíamos nuestra aventura. Caminábamos hacia el norte de la ciudad en dirección a los Go-Karts. No había mucho que ver sobre la calle de Domingo Díez pero mientras caminábamos, íbamos contando historias o cantando canciones de la época. La que todos entonábamos era una de Lupita D’Alessio: Mi pobre corazón tiene una pena muy grande, muy grande. Queriendo consolarlo yo le dije: no llores, no llores… otras veces nos íbamos al “ojito de agua”, en el Pilancón. Ahí nadábamos en un agua fría. Muy fría y transparente. Había cangrejos pequeñitos que se escondían entre las rocas. Eran tiempos hermosos. Tiempos de libertad y fantasía. Tiempos en que creíamos que el futuro sería ése. Con ese cielo, con esa tranquilidad. Con esa transparencia.
Sin embargo, esta mañana mientras recorríamos el “pilancón” me di cuenta que ese viejo lugar de mi infancia, ese lugar de fantasía estaba a punto de desaparecer. Con muchas construcciones alrededor, escombros y desechos que algunas personas inconscientes tiran allí. Caminé por el lugar hasta llegar a la pequeña poza de mi niñez. En esos tiempos y, para mi edad, era como un lago gigantesco y ahora…ahora lo veía tan pequeño, como si quisiera esconderse de los seres humanos, hacerse invisible para que no la destruyeran. Miré la piedra desde la cual me aventaba mis clavados. Era gigantesca en esos tiempos, y ahora, ya no lo parecía tanto.
Hemos avanzado mucho, tanto que estamos acabando con nuestra tierra. Ella, la Tierra, no nos pertenece. Nosotros le pertenecemos. Somos sus hijos. Cada mañana nos regala la música hermosa que emana de todos los seres que en ella habitan. Al caer la tarde nos regala la tranquilidad que necesitamos al llegar a casa. Y por la noche nos regala el tiempo para descansar y recuperar fuerzas para el siguiente día. Y sin embargo, la estamos matando poco a poco. La tierra nos ama y como dice algo que leí hace tiempo, la tierra ama nuestras pisadas pero tiene miedo de nuestras manos.
Ya basta de contaminarla, basta ya de erosionarla y sacrificarla para beneficiar a unos cuantos que se están llenando de dinero pero que la están destruyendo sin importarles la crisis que se avecina. Crisis que nos llegará a todos sin importar si eres rico o pobre. Pensemos en las generaciones venideras. Piensa en tus hijos y en tus nietos.
Todos nosotros, el gobierno, hombres, mujeres, niños y niñas, jóvenes y viejos debemos cuidar a nuestra madre tierra quien también es un ser viviente y tiene derechos. Derechos que si no le reconocemos traerá la propia destrucción del ser humano.