Los campesinos, una raza en peligro de extinción en la entidad, no se han acostumbrado a lidiar con las catástrofes que cada temporada agrícola se les aparecen. Simplemente se han resignado.
Luego de lidiar con las plagas priistas, hoy batallan con gérmenes azulados que, especialmente en el sexenio anterior, no se acabaron las cosechas, sino la tierra para sembrar. O por lo menos trajeron a la entidad un cultivo –a sus ojos eso es- que de ser exótico pasó a convertirse en el más extenso: el de casas de interés social.
Las pocas tierras de buena calidad que sobreviven están marcadas por huecos donde se construyen casas o negocios. Las barrancas y canales de riego amanecen bloqueados por nuevos proyectos inmobiliarios.
Y los pocos espacios para sembrar que quedan sufren por el retraso de las lluvias. Luego, por el exceso de precipitaciones, nuevas angustias.
Al final, con lo poco que se logra hay que enfrentar los altibajos del mercado.
Nadie se quiere dar cuenta de lo estratégico que debería ser la producción de alimentos. La autoridad tiene la obligación de incentivar la producción de comida por medio de subsidios que motiven a buscar mejores rendimientos.
Sin embargo, no hay vocación de servicio en el agro, sino sólo una administración interesada de los presupuestos del sector. ¿El futuro? Bien, gracias.