El recorrido desde la parada hasta mi destino es de más o menos 25 minutos, tiempo que aprovecho para leer otros periódicos o algún libro, gracias a que mi horario por lo general no coincide con las horas-pico, lo que hace el viaje más cómodo.
Y ayer me había puesto a pensar en que por fin leería un tema que había pospuesto y aprovecharía para escribir algún correo electrónico pendiente.
En fin, ya había “planificado” mi viaje, que comenzaría en la avenida Morelos.
Cuando llegó el autobús –un modelo no muy viejo y cómodo dentro de lo que cabe- ví que a la mitad del vehículo había un gran hueco donde debería llevar un asiento.
No me preocupé porque noté que en la última fila del lado derecho, justo a un lado de la puerta trasera, había un lugar para mi.
Decidí que a partir de ese momento me enfrascaría en mis cosas y olvidaría el mundo exterior y me dejé caer en el asiento con todo mi peso, para aterrizar en la tapicería más o menos acolchada.
Pero -¡sorpresa!- lo que había debajo de la tela del asiento no era hule espuma, sino uno de los fierros de la estructura. Y contra el azoté mi coxis y quien sabe cuántas cosas más.
El dolor fue terrible y no se ha ido. Y todo esto lo platico porque seguramente las mamás de Dagoberto Rivera Jaimes, Aurelio Carmona Sandoval y tantos otros líderes del transporte colectivo no se explican por qué han estornudado tan intensamente desde la tarde de ayer.
Es que no saben cómo he pensado en ellas.
Aunque no tengan la culpa, sus hijos provocan todo eso. Ojalá –en mi nombre- les reclamen.