Para empezar, esos cambios de partido, o esa disposición a pelear por una u otra candidatura al mismo tiempo, o hacerlo desde un cargo público. Es cierto que la benigna ley electoral aprobada permite más excesos, pero deberían disimular un poco su hambre y dar tantita muestra de dignidad o de ética.
Pero esas dos sustancias que deberían ser parte indisoluble de hombres y mujeres parece no abundar en un gremio que prefiere hacer cualquier cosa -y cuando digo cualquier cosa es cualquier cosa- antes que tener que trabajar honradamente.
El trabajo honrado da muchas satisfacciones, pero no produce las carretadas de dinero que esa gente, los políticos, necesitan de forma compulsiva.
Y para ganársela lo mismo pueden hacer un verdadero y denigrante chou para festinar el secuestro que acaban de sufrir, o pasarse al bando enemigo, o hacerse "candidatos ciudadanos", o cualquier otra cosa que dé votos y encamine hacia ese anhelado cargo con buen sueldo y cero responsabilidades.
Trascender, hacer historia, dejar el recuerdo de su buen nombre, todo eso se lo dejan a los incautos, a los ingenuos, a los soñadores y a la gente honrada -que por fortuna abunda, aunque no en la política- porque ellos van por otra cosa, una sola cosa: el dinero que da el poder.
Y todo eso -como siempre digo- porque así se los hemos permitido. Ni más ni menos.