“Qué pinche suerte tiene Graco Ramírez”, fue lo primero que se me vino a la cabeza ese 20 de mayo del 2015 cuando leí en Twitter la noticia de que Juan Ignacio Suárez Huape había tenido un accidente en la carretera federal México-Cuernavaca y que lamentablemente había fallecido al igual que su esposa.
Mi idea se basaba en que (sin evidencias para fundamentar un posible crimen planeado) ese fatídico accidente le había quitado de en medio al único líder político que no había podido comprar el gobernador ni su hijastro.
“Desde el ascenso de Graco Ramírez a la gubernatura, fue uno de los más férreos opositores a sus corrupciones, a su política de seguridad basada en la violencia, a su nepotismo –el presidente del PRD en Morelos es su hijastro Rodrigo Gayosso Cepeda, un hombre sospechoso de participar en los graves fraudes de la administración priista de Manuel Martínez Garrigós en el municipio de Cuernavaca– y a la política de sus megaproyectos –mineras, termoeléctricas, gasoductos, ampliaciones absurdas de tramos carreteros–, que no han dejado de traicionar los ideales fundacionales del PRD y de destruir la vida de los pueblos y del medio ambiente de Morelos. Poco antes de su muerte, acusó al gobernador de proteger al Cártel de Guerreros Unidos”, escribió en la revista Proceso el activista y poeta Javier Sicilia, a los pocos días de la muerte de Nacho.
Y agregaba:
“Ésta abierta oposición al gobierno de Graco Ramírez ha hecho sospechar a muchos –sospecha que no comparto– que su accidente carretero, pese a los peritajes, no fue obra “de lo arbitrario divino”.
Vía Messenger, Nacho y este reportero intercambiábamos información sobre la existencia de un rancho en el municipio de Tlaltizapán, propiedad de los narcotraficantes. Todavía conservo el “screenshot” (LA FOTOGRAFÍA DE LA PANTALLA DEL CELULAR) donde me pregunta si supe de un operativo de la Sedena en ese lugar.
- Ya sabes de quién es ese rancho?- le pregunté.
- No, todavía no pero en eso ando- contestó misterioso Nacho.
Por eso digo que qué suerte tuvieron los corruptos y los narcopolíticos, porque a Nacho no lo iban a poder comprar.
“Nacho, como le llamamos sus amigos, no pertenecía al espectáculo del crimen y de la pasarela de la imbecilidad política. Pertenecía al de la reserva moral del país y a esa especie casi extinta, la del político entendido como un servidor de la gente, dedicado a los asuntos de los ciudadanos”, escribió con toda razón el poeta Sicilia cuando supo de su sorpresiva muerte.
Recientemente Julián Vences publicó una anécdota muy interesante de Nacho durante el trienio del presidente Lucino Espín Herrera en el municipio que lo vio crecer (porque Suárez Huape era michoacano).
“En Jojutla, la policía de tránsito, manejada por el gobierno estatal, desatada, mordía a todas horas, especialmente de noche cazaba conductores con el mínimo aliento alcohólico. Era secreto a voces que Tránsito operaba confabulado con una clínica ubicada frente a la panadería La Espiga. Manejar de noche implicaba que te pararan y si no te mochabas, te llevaban a la mentada clínica; si habías tomado una o las tres de regla, el examen arrojaba siempre niveles altos de alcohol; para este momento, el monto de la mordida había crecido y, si te negabas, el vehículo iba al corralón y te hacías acreedor a una multa exagerada. Aquí aparecía otro cómplice: el de las grúas que cobraba caro por el arrastre, además, tenías que pagar el corralón por día, como si fuera estacionamiento.
Un domingo, después de celebrar la misa de siete de la noche en Panchimalco, el padre Nachito Martínez cenó en casa de un matrimonio y, al terminar, el señor de la casa le dio aventón al padre, que vivía en el convento de Tlaquiltenango. En la esquina de la tienda del ISSSTE, como era de esperarse, desde la patrulla de tránsito les marcaron el alto; se desató la infame cadena.
Esa misma noche corrió la voz entre integrantes de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs): a las 10 de la mañana irían a la Delegación de Tránsito, en los altos del mercado Benito Juárez.
“Aquí no vengan con sainetes, usted, padrecito, lo tengo bien identificado, es un mitotero; pagan o pagan”, respondió el grosero delegado a la docena de inconformes.
El grupo, en palacio municipal, solicitó apoyo del presidente Lino Espín; éste, atento, escribió de su puño y letra un recado, sugiriendo la entrega de llaves y vehículo.
“Yo no recibo órdenes del presidente municipal, mi jefe está en Cuernavaca y, ahora, pa’que se les quite, por andar de argüenderos, les doblo la multa, cómo la ven”, amenazó, colérico, el prepotente delegado.
“Ahorita venimos diez personas, volveremos doscientos, a ver si sigue de altanero”, retó, provocador, Nacho Suárez Huape.
-A mí no me amenaces, alborotador, te tengo identificado, sé quién eres.
-No amenazo; lo prevengo- anunció Nacho con su risa pícara.
-Pinche Nacho, ¿de dónde vamos a sacar doscientas gentes?- cuestioné.
-Sí se juntan, ya verás; hay mucha inconformidad. El domingo a medio día hagamos un mitin a la entrada del mercado- sugirió.
Llegó el domingo. Los mitoteros no éramos más de veinte, eso sí, con un buen sonido de los maestros del Consejo Central de Lucha. Mi tío Serapio Camacho, el de los tacos de cocido a la entrada del tianguis, nos dio chance de enchufar el cable. Media docena de tránsitos, desde su guarida, nos observaban con soberbia. Nacho tomó el micrófono y enumeró tres casos con nombre y apellido de personas afectadas. Para nuestra sorpresa, de repente, cien personas indignadas se congregaron alrededor del micrófono. Nacho invitó a que denunciaran las arbitrariedades. Cayó un rosario de quejas. Ya pasábamos de doscientos. Trece manos levantadas pedían el micrófono. Los agravios se fueron describiendo, surgieron rechiflas y mentadas contra los tránsitos corruptos que ya se habían ocultado. De pronto, de la muchedumbre brotó una propuesta: “Subamos a la oficina, vamos todos”. Ya éramos trecientos o más. En la oficina solo estaba un policía panzón y prieto, el que había parado al padre Nachito Martínez. Envalentonado, echó mano a la cintura e intentó impedir el ingreso de los inconformes. La turba lo empujó. “Hay que lincharlo”, gritó alguien; la muchedumbre respondió ¡siii! El policía empalideció.
“Entréguenos llaves del auto, licencia, tarjeta de circulación y hable al corralón para que nos den el coche”, exigió Nacho.
En dos por tres accedió a todo. La jubilosa muchedumbre festejó el triunfo.
“Ah –agregó Nacho--, dígale a su delegado correlón que le ponga fin al negocito. Los estaremos vigilando”.
Gritando “el pueblo unido jamás será vencido” y “si se pudo, si se pudo”, la muchedumbre marchó al corralón a recoger el coche que ya esperaba a la puerta.
En días posteriores varios infraccionados recogieron sus vehículos, sin pagar multa, ni arrastre ni corralón.
HASTA MAÑANA.