María Luisa Villanueva Márquez es la protagonista involuntaria de una historia donde aflora la maldad humana llevada hasta límites inconcebibles y que, al mismo tiempo, desnuda un sistema de justicia inoperante que, lejos de tener como premisa aquel milenario anhelo de “dar a cada quien lo suyo” donde se condene sólo al culpable y se rescate al inocente, arrastra anacronismos que ha mutilado la vida de muchos justiciables.
El caso de María Luisa saltó ante la opinión pública cuando, el pasado dos de febrero, se repetían las imágenes de una mujer que era cargada en vilo por custodias y sacada por la fuerza de una prisión que se negaba a abandonar tras haber permanecido 25 años de su vida recluida sin causa legítima al haber existido en su proceso natural evidencias procesales que apuntalaban fuera de duda su inocencia.
La razón de esa negativa radicaba en que ella se oponía a salir de la prisión bajo “beneficios” de ley, ya que eso implicaba reconocer —decía— su culpabilidad en el delito, en el que siempre negó haber tomado parte, de ahí que solo abandonaría la cárcel cuando el Estado reconociera que tuvo encarcelada a una mujer inocente.
Su caso hoy se encuentra en estudio en el Tribunal Superior de Justicia del Estado de Morelos ante el cual María Luisa ha acudido recientemente mediante un copioso alegato jurídico en demanda de que se analicen y valoren las sólidas evidencias probatorias surgidas con posterioridad a su condena recabadas durante varios años de Investigación llevada a cabo por la Fiscalía General de Justicia del Estado, y se declare por esa instancia terminal su plena inocencia en el delito que fue condenada.
Recordemos que, durante la campaña que llevó a la gubernatura a Jorge Carrillo Olea, en 1994, una de las demandas más recurrentes de la sociedad morelense —si no es que la más reclamada—, era la de acabar con la inseguridad pública, lo que significaba dar un viraje en el combate a los delitos de alto impacto entre los que resaltaba el secuestro que, por aquellos años, se llegó a conocer como una autentica “industria” que permitía a los grupos mafiosos amasar cuantiosos beneficios económicos con el dolor de sus semejantes.
Sensible a esa demanda generalizada, una vez llegado al poder, el general Carrillo Olea puso en marcha un programa que requería, a) formar un cuerpo de élite de la policía judicial del Estado; b) capacitarlo en tácticas de combate al flagelo y, c) dotarlo de las herramientas tecnológicas y económicas suficientes para reprimir con eficacia aquel delito.
Bajo esa concepción, se integró un grupo de 50 agentes policíacos, se le mandó capacitar en la República de Colombia y se le ministró todo tipo de ingredientes materiales que posicionaban a dicho estamento policial con la capacidad de erradicar el delito a cuya razón de ser obedecía. Como “cereza del pastel”, al frente de dicho grupo policíaco conocido como “grupo antisecuestro” (clave Arsénico) el nuevo gobernador colocó a Armando Martínez Salgado, un exagente surgido de las filas de la policía federal y, como jefe de toda la corporación policiaca, asumió el catalogado como el “mejor policía de México”, Jesús Miyazawa Álvarez, un capitán del Ejército descendiente de japoneses, ambos personajes famosos por sus métodos poco ortodoxos para tratar a los detenidos.
Surgido de una necesaria visión de Estado, el citado grupo “antisecuestro” degeneró rápidamente en una banda propensa a cometer abusos y vinculada a grupos delincuenciales de la región, dándoles protección, encubriendo y beneficiándose de actos que lastimaban gravemente los derechos de las personas.
Rápidamente la sociedad morelense se dio cuenta que eran los mismos agentes de la autoridad los que violentaban los derechos humanos, que desde los sótanos de la corporación policiaca se fabricaba culpables, se torturaba y se vinculaba a los detenidos sin causa legal con hechos que ni conocían.
El 30 de enero de 1998, era detenido en flagrancia el jefe policíaco morelense del grupo “antisecuestro”, en la Ciudad de Iguala, Guerrero, en el momento de ser sorprendido arrojando el cuerpo de un hombre al que sus agentes le habían arrancado la vida bajo tortura.
Ese hecho detonó un escándalo de dimensiones nacionales que al final llevó a la caída del gobernador, el 4 de mayo de 1998, ya que las olas de protestas habían alcanzado tal exacerbación que hacían intransitable la permanencia del jefe del Ejecutivo, a quien los sectores sociales señalaban como omiso en las andanzas delincuenciales del grupo “antisecuestro”.
Era tal el reclamo y la indignación, que el 30 de julio de 1998 (ya sin el “procurador de hierro”, Carlos Peredo Merlo) el obispo de la diócesis de Cuernavaca, Luis Reynoso Cervantes, llevó a cabo un acto insólito en un recinto oficial: oficiar una misa en las instalaciones de la Procuraduría General de Justicia para “alejar a los malos espíritus” de la Institución, donde pidió “dar el paso de lo salvaje a lo humano y de humano a lo divino”, condenando a quienes “se enriquecen a costa de la sangre, las injusticias y violación de los derechos humanos… es necesario que ya cesen los caínes asesinos”.
Se trataba de un reproche directo a los cuerpos policíacos de la época y, en especial, al carcomido grupo “antisecuestro”, hecha por uno de los jefes de la Iglesia católica y a la sazón brillante asesor de la Conferencia del Episcopado Mexicano.
Vale la pena destacar que, al menos oficialmente, ese grupo policíaco fue disuelto una vez estallado el escándalo, aun cuando sus secuelas y modus operandi hayan seguido vigentes, ya que hay gente que aún padecen penas de prisión por la fabricación de delitos y los cuerpos policíacos son los principales violentadores de los derechos humanos.
En aquel ambiente generalizado de descomposición policíaca, el 6 de enero de 1998 fue detenida María Luisa, a los 23 años de edad, que en aquella tarde aciaga llevaba una rosca de reyes para sus dos hijos, que ya no pudieron probar.
Una vez detenida en la zona sur del estado, junto a Catalino —su pareja en aquel año—fue llevada vendada y violentada a una casa de seguridad cuya ubicación no identifica, de la que solo pudo percatarse durante los cuatro días en que estuvo retenida que se trataba de una casa en obra negra, con piso de cemento y muros de tabique rojo, en donde, una vez que fue conducida hasta ahí por sus captores, fue lanzada con violencia hacia el interior cayendo de bruces sobre el cuerpo de otra persona, sin poderse levantar ya que se lo impedía al estar amarrada con las manos hacia atrás.
Al instante, se dio cuenta que su mundo había cambiado repentinamente, y presentía la mayor de sus desgracias al haber sido llevada por la fuerza hacia ese lugar oculto, ya que una vez adentro, escuchaba que otras personas en su misma condición se quejaban y pedían que ya no las lastimaran, con voz quebrantada pedían que tuvieran compasión ya que tenían hijos qué mantener.
Ni siquiera esas escenas de angustia y horror le permitían a María Luisa sospechar lo que viviría durante los cuatro días que estuvo a merced de esos agentes de la autoridad deshumanizados (CONTINUARÁ).
HASTA MAÑANA.