Le pusimos como título el comandante Juan, pero puede llamarse Pedro, Roberto o cualquier otro nombre. De lo que se trata es de describir a ese elemento de la Policía que desde hace muchos años realiza su trabajo de prevenir los hechos delictivos, sin importar el color del partido que gobierna ni el estilo personal de quien encabeza la corporación en turno.
El comandante Juan se levanta todos los días de madrugada para poder llegar a tiempo a su pase de lista, y desempeña su trabajo lo mejor que puede hasta el otro día que termina su turno y puede volver a su casa a descansar un poco y convivir con su familia.
Así lo ha hecho durante más de 20 años y ya está muy cerca de conseguir la ansiada jubilación, lo que representaría un verdadero triunfo tomando en cuenta que muchos de sus compañeros murieron en cumplimiento de su deber, otros por enfermedades crónico degenerativas o en el peor de los casos están purgando una condena en la cárcel por delitos cometidos en el desempeño de sus funciones.
Por eso Juan trata de hacer su trabajo lo mejor posible. No tiene las casas y los coches de los otros comandantes, esos que todo mundo sabe que “trabajan para la maña”, pero quiere que el día que se retire pueda dormir tranquilo.
Y al no aceptar las dádivas de la delincuencia organizada tiene que trabajar con lo que le dan. Una pistola que tiene mucho que no dispara porque les proporcionan muy pocas balas y si las ocupan injustificadamente ellos tienen que pagarlas. Lo mismo pasa con la gasolina de las patrullas y sus alimentos. Todo se lo racionan.
Del sueldo ni hablamos. Siempre por debajo de lo que ganan los policías en todo el país, y no es justificación, pero por eso tienen que “completar el chivo” con lo que va saliendo durante la jornada, lo que ellos llaman “botín de guerra”.
¿Pero sabe qué es lo peor para un policía? Que su trabajo nunca se le reconoce, es decir, que siempre habrá quién se lo adjudique. Eso sí, si hay errores, “el hilo se rompe por lo más delgado”.
El comandante Juan siempre realiza el mismo trabajo: patrullar las calles. A veces con buenos resultados, a veces con resultados regulares y en ocasiones sin ningún éxito en toda la jornada.
Pero cuando llegan a detener un delincuente, resulta que el mérito no es de él, sino de la persona que ocupa la titularidad de la corporación. Primero era Secretaría, luego Comisión, y ahora parece que nuevamente será Secretaría, pero ya no de Seguridad Pública, sino de “Protección Ciudadana”, lo que implicará cambio de nombres, de logotipos, pintar las instalaciones de otro color, etc.
Así ha sido siempre. Desde que la Policía estaba “municipalizada”, pues alguna vez, hace muchos años, existió la Policía Preventiva Estatal, y a finales de los noventas cada municipio tenía su propia corporación con su secretario, que recibía órdenes directas del alcalde en turno. En algunos Ayuntamientos, los policías no sólo eran usados para dar seguridad al presidente municipal, sino también a los regidores y hasta servían de mandaderos al servicio de la esposa del presidente.
Luego vino el famoso “Mando Único” que implementó Graco Ramírez a partir del 2012, también con sus pros y contras. En ese trienio se gastó como nunca en seguridad pública. Se rentaron patrullas nuevas totalmente equipadas, había unas motos eléctricas, y por todo el estado había anuncios espectaculares mostrando a policías en acción y se hablaba de miles de cámaras de videovigilancia.
Fue la estrategia del “espantapájaros”, pues de la misma forma que en el campo las aves no se acercan a los plantíos donde está la figura de un hombre, (aunque sólo se trata de un palo cubierto con una camisa y un sombrero), en la ciudad algunos delincuentes realmente creyeron que había miles de policías patrullando y cientos de cámaras por todos lados.
Pero todo era simulado. Hasta la capacitación. Cuando llegaron los marinos a hacerse cargo de la seguridad pública encontraron que los cursos de actualización para policías sólo estaban en el papel, más bien en las facturas, pero nunca se recibieron. Hubo denuncias que nunca avanzaron en la Fiscalía, y en la Contraloría del Estado, después de cuatro años, el ex comisionado de Seguridad Pública, Alberto Capella, y dos de sus subordinados fueron sancionados con un año de inhabilitación.
Y las motos eléctricas, el autobús que servía como centro de mando y las torres de vigilancia, fueron arrumbadas en el colegio de Policía de Alpuyeca. Y ahí siguen, oxidándose.
El almirante Antonio Ortiz Guarneros, en su afán de justificar el incremento en los índices de delincuencia, optó por revelar la estrategia de su antecesor, dando a conocer el número de cámaras que realmente estaban funcionando y el estado de fuerza con el que cuenta la corporación.
Así, los delincuentes supieron que estamos prácticamente en la miseria. Sin cámaras, sin patrullas, sin elementos, y sobre todo, sin el fideicomiso federal que hizo millonarios a todos los involucrados en la designación de proveedores durante el llamado Mando Único.
Con el Almirante Guarneros llegaron los marinos. Un grupo de jóvenes de la SEMAR que fueron tratados como reyes en la Academia de Alpuyeca; bien armados, bien comidos y durmiendo a sus horas, pero lo más importante: con un buen sueldo.
Es decir, que durante los últimos seis años Morelos tuvo policías de primera clase y policías de segunda clase.
Esa es la triste historia del comandante Juan, quien haciendo su mismo trabajo, con las mismas armas y con el mismo sueldo, resulta que quien recibía las felicitaciones era Alicia Vázquez Luna -durante los primeros dos años del gobierno de Graco Ramírez-, luego Alberto Capella Ibarra; seis años del almirante Guarneros y, dentro de unos pocos días, el licenciado en Administración Miguel Ángel Urrutia Lozano.
Entre la tropa de la Policía Preventiva de Morelos se escucha en forma recurrente: “La buena: ya se van los jarochos; la mala: ya vienen los chilangos”.
HASTA MAÑANA.