Se suponía que a partir del año 2000, con el advenimiento del Partido Acción Nacional al poder (a nivel nacional y local), la única fuente de legitimidad aceptada es la ascensión a ese poder por la vía de la competencia frente a otros grupos y candidatos, bajo reglas previamente establecidas y aplicadas en condiciones de equidad, pues sólo así se podrá contener el poder del gobierno y limitar su acción dentro de fronteras convenientes y seguras para los gobernados. El voto debe emitirse en forma totalmente libre por los ciudadanos, y su voluntad respetarse completamente. Para ello, se requieren reglas y condiciones que garanticen la imparcialidad y limpieza de las elecciones. Lamentablemente no todo ha sido miel sobre hojuelas.
El 31 de julio de 2006 escribí aquí lo siguiente: “Imparcialidad y limpieza de las elecciones. Esto último es precisamente lo que está bajo ataque ahora. Las movilizaciones encabezadas por Andrés Manuel López Obrador, candidato de la Coalición por el Bien de Todos (CBT) a presidente de la República, minaron ya la legitimidad del Instituto Federal Electoral (IFE) y continúan haciéndolo en torno al candidato ganador de la contienda del pasado 2 de julio, el panista Felipe Calderón Hinojosa. Conforme transcurre el tiempo y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación se tarda en legitimarlo como presidente electo, crece la figura de López Obrador, aunque sus detractores afirmen lo contrario”. Es decir: se cumplió lo escrito por José Antonio Crespo: “Un tipo de legitimidad, por muy arraigado que haya estado, puede minarse poco a poco hasta perder su influencia, y es entonces que será sustituido por otra legitimidad”. Allá y entonces parecía como que los ataques dirigidos desde todos lados hacia el controversial político tabasqueño, lejos de destruirlo, lo fortalecían, mientras Felipe Calderón no encontraba la forma de proyectar fuerza y consistencia. No obstante y a pesar de la movilización social obradorista en el Distrito Federal, Calderón rindió protesta como presidente de la República el 1 de diciembre durante una accidentada sesión del Congreso federal. Para la inminente toma de protesta de Enrique Peña Nieto, prevista el 1 de diciembre de 2012, aquel escenario dentro de la cámara baja podría cambiar, pues existe la posibilidad de que el presidente electo rinda protesta ante el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
La actitud asumida por López Obrador en 2006 crispó los nervios de la clase política mexicana, tal como empieza a repetirse hoy, aunque en condiciones sociales distintas. Lo que menos quiere la sociedad mexicana es un estallido social derivado de los conflictos políticos. Mucha tensión ha causado el crimen organizado como para que el país sea vulnerado todavía más por reyertas partidistas. Sin embargo, es importante subrayar que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, durante su histórica sesión de anteayer, rechazó la demanda interpuesta por la Coalición Movimiento Progresista para invalidar las elecciones presidenciales del 1 de julio por no haber encontrado sustancia y fundamento en las pruebas presentadas. Simple y sencillamente aprobó el dictamen con un criterio técnico-jurídico. A juzgar por las apariencias y más allá de la posición asumida por los siete magistrados me parece que en el fondo del delicado asunto prevalece lo ocurrido el 1 de julio. Y mientras aquella experiencia (que generará enormes costos sobre los ganadores y grandes sacrificios a los vencidos) no sea motivo suficiente para cambiar de nuevo la legislación electoral mexicana en aras de que jamás vuelvan a aplicarse los mismos mecanismos y vicios proselitistas, por ahora no queda más que aceptar la realidad. Sólo las reformas estructurales cambian la realidad cuando ésta es desbordada por la sociedad misma. Ni duda cabe: la norma electoral entró en una vertiginosa fase de descomposición.
Todo este berenjenal me transfiere retrospectivamente a 1988. Después de las elecciones presidenciales de aquel año, cuando se “cayó el sistema” y el gobierno federal consumó la imposición de Carlos Salinas de Gortari desplazando a Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, platiqué con don Lauro Ortega Martínez, siendo ya ex gobernador de Morelos. Me dijo que el hijo del “Tata” Lázaro andaba haciendo el ridículo lamentando su derrota en países europeos. “Cuauhtémoc nunca será presidente de México porque traicionó al pueblo, a esos ríos de gente que lo seguían. Nada más recuerde usted las movilizaciones que encabezó aquí en Morelos y entenderá lo que le quiero decir. Tenía todo para meterse al Palacio Nacional, pero tuvo miedo. Y el pueblo no perdona a los miedosos ni a los traidores”.
Palabras más, palabras menos, eso fue lo que me dijo Ortega Martínez, quien jamás supuso que me estaba describiendo parte del conflicto postelectoral de 2006, que amenaza con repetirse en 2012, con López Obrador a la cabeza. Agrega José Antonio Crespo en el ensayo aludido líneas atrás: “La celebración de comicios, en sí misma, no garantiza que los propósitos de la democracia se cumplan. Ello depende del tipo de elecciones, de sus reglas y de las condiciones en que se celebren. Hay regímenes de corte totalitario que organizan elecciones con varios candidatos, pero que no cumplen eficazmente las funciones que los comicios tienen adjudicadas en la democracia”. Por lo pronto el concepto de la legitimidad retornó al escenario nacional, teniendo ya repercusiones en el extranjero. López Obrador rechazó ayer que vaya a convalidar el gobierno de Peña Nieto, a pesar de que determinadas fracciones perredistas estén de acuerdo en darle vuelta a la hoja y que se deje atrás la justa electoral “haiga sido como haya sido”. Me parece que la cosa no será tan simple para el tabasqueño. Algo va a ocurrir y por ello nuevamente están crispados los nervios de la clase política mexicana faltando poco para que el asunto se discurra por completo el 1 de diciembre venidero. A ver.