Por lo menos la historia oficial atribuye a este movimiento de insurgencia el haber logrado la distribución más equitativa de la tierra en la entidad, hasta antes de aquellas fechas, concentrada en manos de los hacendados y terratenientes que eran los que usufructuaban cientos y en ocasiones miles de hectáreas frente a una multitud de desposeídos que eran explotados inmisericordemente.
Durante esos 100 años posteriores a las luchas zapatistas, se ha hecho del Caudillo del Sur un personaje central de la evolución del sector rural morelense, que del latifundio pasó al minifundio con la conformación de los ejidos y comunidades que representan la dotación de tierras a los campesinos.
Sin embargo, en el transcurrir del tiempo aquellas aparentes acciones de beneficio colectivo parecen haber pervertido el rumbo y hoy esos ejidos y comunidades en buen número, viven una cercana agonía que llama a considerar si es objeto de festejo o de lamentación.
Sobre todo en torno a grandes desarrollos pablacionales, sin pequeños espacios, los que han logrado sobrevivir al avance de la mancha urbana, parcelas que fueron de alto rendimiento en producción de maíz, arroz, algodón, hortalizas, son ahora suntuosas construcciones donde llegan a disfrutar de las bondades climatológicas locales políticos, industriales, empresarios en general, particularmente los fines de semana.
Si la aspiración de Zapata era entregar la tierra a los productores para que de ella obtuvieran el alimento necesario y suficiente para su manutención y la de su familia, el fin se pervirtió y en este momento un alto porcentaje de esos ejidos y comunidades están a punto de desaparecer.
¿Cuál es el origen de todas estas irregularidades? en buena parte, una especie de desajuste en la fijación de precios de los productos agropecuarios frente al resto de los artículos e insumos del ser humano de origen industrial, que fueron haciendo a la actividad campesina, un esfuerzo insuficiente para satisfacer las necesidades familiares.
Por las razones que sean, particularmente Morelos viene perdiendo aceleradamente sus espacios de producción de alimentos y ni siquiera para dar paso a inversiones de otra naturaleza que le representen mejores alternativas en su búsqueda de un buen nivel de vida, sino para transformar esos hermosos paisajes de antaño en planchas de concreto, que conjuntamente con la depredación y la contaminación vienen generando el cambio climático al que nos venimos enfrentando de dos o tres años a la fecha.
Bajo esas circunstancias, ¿hay realmente motivos para festejar estos 10 años posteriores al zapatismo? seguramente que la acción, si es realmente como lo cuenta la historia, llevaba el noble fin de beneficiar al hombre del campo en la entidad, es un acto de reconocimiento obligado. Sin embargo, mientras no lleve implícita una idea de conservar por lo menos lo poco que nos queda, no le vemos ningún caso.
Las mismas instituciones públicas, es decir, los responsables de éstas, reiteradamente reconocen que a quienes viven del sector rural no les ha hecho justicia la Revolución y no están nada mal. Lo malo es que difícilmente se observa un trabajo efectivo y real para cambiarles el destino y sólo son expresiones y discursos políticos encaminados a tranquilizar inquietudes y descontento de quienes siguen siendo objeto de explotación, manipulación y abuso, sobre todo en política.
Las cosas están muy claras, la producción agropecuaria hace mucho que dejó de ser el pilar fundamental del desarrollo morelense, del Producto Interno Bruto (PIB), actividades como la prestación de servicios o el comercio ganan terreno a cada paso y se posicionan como la vocación a seguir en esta entidad que pierde buena parte de sus atributos, que le dieran fama nacional e internacional hace unas cuantas décadas.
Pero los festejos del Centenario están a la vuelta de la esquina y se volverán a decir maravillas de quienes lograron la emancipación campesina, aunque aquello sólo sea para el recuerdo, la realidad es otra.