El Día de Muertos es una de las tradiciones de la cultura popular que se niega a desaparecer, por lo menos en las comunidades y pueblos de provincia, ya que la mayoría de los hogares hacen todo un esfuerzo por esperar a los seres queridos que se nos adelantaron en el camino, con la creencia de que en estos días regresan a casa para degustar de todo aquello que en vida -en lo que se refiere a bebidas, frutas o alimentos-fue de su mayor agrado.
Es realmente una fecha folklórica, las ofrendas se convierten en un escenario increíble que da colorido y distinción por la presencia de figuras y adornos sólo elaborados en esta fecha y con el fin de agradar a los que ya no están con nosotros.
No se trata ya de escenarios dolorosos, pues el momento difícil se ha superado en la mayoría de los casos, por el contrario, es más bien una fiesta en la que los vivos buscan la forma de divertirse mientras rezan y conmemoran sus seres queridos, ya sea en casa o en los cementerios.
Por lo menos aquí en Morelos, en las ofrendas no faltará el tradicional pan de muerto, el mole verde con tamales, el atole, el vaso de agua y diversas frutas, particularmente las que le gustaban al difunto y fundamentalmente la flor de zempazúchilt, que hoy dos de noviembre, será llevada al panteón donde descansan los restos de los muertos para formar cruces acompañadas de veladoras y algunos adornos manuales.
Son costumbres, es cultura y hasta sabiduría popular, sin duda, en medio de un ambiente en el que al paso del tiempo, vamos perdiendo identidad y dejando en el pasado lo que realmente nos formó como sociedad.
Es contradictorio, pero afortunadamente todavía en un elevado índice de hogares mexicanos, los festejos y celebraciones de Día de Muertos se niegan a morir, no obstante, suelen ser las generaciones más avanzadas las que conservan ese fervor, pasión y entrega por la veneración a sus antepasados.
Las nuevas generaciones tienden a modificar su cultura, influenciadas por la penetración de nuevas ideas, que ha quedado demostrado, son parte de esa transformación colectiva que lleva tarde o temprano a la desintegración familiar, el abandono y el desamor por los suyos.
Por eso tenemos que seguir haciendo el esfuerzo por conservar aquello que nos sigue uniendo con quienes fueron parte de un pasado sin el cual no podría entenderse el presente y tampoco podría darse el futuro en un ambiente de armonía y amor entre los seres humanos.
Reiteramos, son los pueblos y comunidades del interior del país, los que continúan reproduciendo y prolongando estos sucesos culturales precisamente heredados por quienes hoy están ausentes. En las grandes ciudades buena parte de esta simbología se perdió, acaso se colocará un vaso de agua y un pan comprado en el puesto de la calle, porque los descendientes de aquellas generaciones pasadas han perdido la vocación, conocimiento y habilidad necesarias para ello y es que en provincia, casi todo lo que se ofrece a los difuntos es creado y elaborado por los propios familiares, acaso requieren de la materia prima para tal efecto, por eso decimos que se trata de un verdadero arte que necesita de mucho empeño, aprecio y esfuerzo, para poder transformarse en alimento para los espíritus que hoy al medio día emprenden el regreso para volver solo dentro de una año más.
Por eso, a partir de las doce, comienzan a desmontarse las ofrendas, los vivos echarán mano de lo que no se llevaron los muertitos y las flores se llevarán a las tumbas para realizar los adornos respectivos, previa limpieza del lugar.
En la medida de las posibilidades, esta tradición culmina al atardecer con una misa ofrendada por el sacerdote del pueblo en un altar improvisado en los panteones.
Y precisamente sabedores de que el objetivo de las ofrendas ha cumplido su objetivo, grupos de niños comenzarán a recorrer las calles disfrazados de las figuras más diversas y extrañas, para pedir su muertito, es la parte atractiva de los menores que así comparten todo este momento de tradiciones.