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Jamás probar. Jamás fracasar. Da igual.
Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor.

Samuel Beckett, Rumbo a peor

El fracaso es algo con lo que difícilmente nos queremos encontrar en nuestra vida. Sin embargo, siempre es una posibilidad. Una posibilidad que permite reencauzar nuestra vida o no dar más pasos para no volver a encontrarnos con su horrible rostro.

¿Qué hacer cuando se sabe que el fracaso llegará, pero, pese a ello, se sigue el camino anunciado? Nuestro país es experto en fracasos: el futbol, deporte nacional, nos baña de derrota –incluso si no somos aficionados a dicho deporte– de forma constante.

Aun cuando ronda nuestra vida de forma cotidiana, el fracaso asusta y es preferible no intentar para no lidiar con él.

Este tema está tratado de una forma magistral en un libro muy breve que me permito recomendar esta semana: Brindis por un fracaso (Aldus/Conaculta, 2006), del mexicano David Toscana (1961), uno de los mejores escritores de nuestro país.

Hace unos meses recomendé El ejército iluminado, una novela del propio Toscana. Lo leí por vez primera gracias a la recomendación que un gran amigo me hizo. La primera impresión fue muy grata; ahora, tras leer Brindis por un fracaso, mi entusiasmo aumentó en relación con este autor.

Este segundo libro es muy breve (85 páginas), contiene seis cuentos que, como lo indica el título, están impregnados de fracaso; sus personajes se mueven en la frontera de la derrota y del fracaso. Aun con el consabido final, deciden adentrarse en las situaciones, conscientes de que el resultado siempre será el mismo.

El primer cuento, «El cacomixtle», transcurre en la cantina «Lontananza», el sitio donde confluye la derrota de los personajes que habitan el libro y la misma ciudad, acaso en la periferia de Monterrey. Dicha cantina aparece en cuatro de los seis relatos y tal parece que es justo allí donde se han de efectuar todos los brindis por un fracaso.

El barman del «Lontananza», Odilón, es el testigo de la vida de los habitantes del pueblo. En este cuento, un cliente desconocido llama su atención: lleva varios minutos viendo una fotografía, en silencio, ante una mesa.

Odilón siente curiosidad por saber quién es, qué lo llevó a la cantina. Se inventa historias mentales, pero desea saber por voz propia del hombre qué ocurre con él. De ahí que repase mentalmente su manual del barman, las lecciones de su padre, con tal de acercarse y entablar un diálogo con el extraño. Pero todo es en vano.

Luego sigue «La brocha gorda», nombre de un negocio de pinturas que no es tal. El dueño, Rubén, es un hombre endeudado que sabe que su suerte no cambiará, pero a pesar de ello espera que algo positivo suceda en su vida.

Su ayudante, Mundo, no ha cobrado su sueldo en dos meses. Pero se mantiene junto a Rubén: ambos saben que la vida acaso no puede ofrecerles nada peor y deciden compartir la derrota. Juegan a las biografías: al ver a una persona, cada uno se inventa su vida.

Rubén va por la vida consciente de su fracaso; espera, pese a que está convencido de que nada bueno vendrá. Sabe que la pintura que vende es mala, que nadie la compra. Cuando está a punto de realizar una venta en quién sabe cuánto tiempo, no tiene nada para ofrecer salvo las penumbras de la bodega. También él va a parar al «Lontananza» para depositar allí su frustración.

El tercer relato es «El nuevo». Víctor está ante la mesa, frente a un plato de huevos con papa, su esposa ronda alrededor. Una inquietud no lo deja en paz: hay un joven nuevo en la fábrica de fibras químicas donde trabaja desde hace veinte años.

De dientes para afuera escupe contra el muchacho, ante la mirada de su pareja. Sin embargo, por dentro es devorado por la incertidumbre: el nuevo es una amenaza en contra de Víctor y su trabajo, contra la rutina en la que está sumergido desde hace tiempo.

La mujer tiende un obsequio a Víctor, quien se sorprende. Se trata de unas cartas de póquer que no entusiasman al hombre. Éste, con la inquietud encima, decide ir a la fábrica, en medio de la noche. Lleva consigo las cartas: la suerte de su vida dependerá de su buena mano con los naipes.

Trata de convencerse de que todo estará bien, de que el nuevo no lo desplazará. Se dice que así será, pero incluso su esposa lo sabe: «–El nuevo me va a brincar […] // –Ya lo sé, Víctor, y no hay nada que podamos hacer» (p.49).

«Verónica» es el cuarto cuento. Tres amigos se embarcan en un viaje a bordo de un Camaro con placas de Texas al pueblo donde creció uno de ellos, Amílcar. Él, Felipe y el narrador de la historia van con la firme intención de conseguir mujeres en la plaza.

Sin embargo, el entusiasmo se pierde muy pronto: las calles están vacías, nada queda del pueblo que Amílcar platicaba. Mientras pasa por sitios, la memoria juega muy bien su papel: el conductor recuerda el sitio donde nació, los lugares de su infancia, mientras sus amigos están deseosos de marcharse de ese sitio.

Ante el fracaso de encontrar muchachas se dirigen al «Lontananza», el sitio donde se tomó la primera cerveza de su vida. El barman ya no es Odilón, sino otro hombre que se alegra de ver clientes. Se esmera en atenderlos, a cada momento los llama «caballeros».

Ellos, los amigos, recuerdan a Verónica, una mujer objeto de deseo de muchos durante otros años. De pronto les sirven crepas, preparadas por la esposa del barman: una mujer de piel blanca con mirada viva, pero triste. Su bello rostro atrapa la mirada del narrador, quien quiere acercarse a ella. No obstante, al final de la historia todo desemboca en el más absoluto desencanto.

El quinto texto, «El error de la memoria», cuenta la historia de un funcionario público hundido en la mediocridad, condenado a recibir órdenes de políticos durante toda su vida. Hastiado de sí y del sistema, va por allí, en busca de obtener mejores ganancias, de acercarse a políticos «grandes» que le hagan cambiar su suerte.

Está asqueado de su entorno, pero no puede separarse de él. Sigue las reglas, obedece a sus superiores y sabe que nada cambiará en la sociedad, que siempre habrá despojo: «…este es un país católico, al que tiene se le dará más y al que no tiene, aún eso se le quitará».

El hombre sabe que incluso el presidente –cualquiera– siempre será un imbécil. Sus monólogos interiores están llenos de fracaso, se sabe uno más en la inagotable lista de perdedores. Sin embargo, el saludo al presidente, un simple saludo de mano le puede cambiar la vida…

El último cuento, «Princesas y luchadores», cuenta la historia de Robledo, quien invitó a su casa a Nacho y a Toscana en Nochevieja.

Entre tequila y charla, Nacho y Toscana asisten al espectáculo de la decadencia de Robledo. Su amigo está sin empleo desde hace tiempo, pero aun así los invitó para departir con ellos un brindis, algo, acaso como despedida.

Empapado en tequila, Robledo les pide que aguarden y abandona la sala. De pronto reaparece vestido de Santa Clos, ante la incredulidad de sus invitados, quienes quisieran arrancarle ese disfraz.

Robledo les dice que irá a un hospicio cercano a entregar juguetes: princesas y luchadores sin movimiento, de una pieza, que guarda en la bolsa que carga.

Los visitantes se marchan para recibir la Navidad con sus respectivas familias, en tanto que Robledo se queda solo, en la calle, dispuesto a ir a la supuesta velada con niños huérfanos.

Pasadas unas horas, su esposa llama a Toscana y a Nacho para preguntarles si han sabido algo de Robledo. Ambos mienten: niegan haber estado con él. Pero al paso del tiempo, con la ausencia del hombre, los amigos deciden ir a buscarlo.

En el hospicio le dicen que Santa Clos no llegó, que los niños lo esperaban con ansias. Al reanudar la búsqueda, acaso ambos sospechan que Robledo no aparecerá nunca: su vida estaba regida por el fracaso.

Cada cuento de Brindis por un fracaso se lee con fluidez. El lector no queda exento de angustia, no sale ileso de sus páginas. Cada una de las historias parece ser la realidad de millones de mexicanos cuya esperanza simula estar intacta, pero en el fondo está completamente rota.

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