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La curiosa división en pueblos es la causa de nuestros

innombrables sufrimientos, dolores y desgracias.


T. K.


Es difícil explicar la sensación que queda después de leer una gran obra. O mejor: después de leer lo que uno considera que se trata de una gran obra. Y más difícil es saber todo lo que debió ocurrir para que ese libro terminara en las manos de uno.

Hacia finales del año pasado me encontré con una novela de cuyo autor no tenía ninguna noticia. Me animé a adquirirla básicamentepor dos motivos: la lengua materna del escritor –de la familia eslava– y la época del año –en los últimos días de noviembre.

Dicha obra se trata de Nochebuena polaca (1977; Seix Barral, 1984), del polaco Tadeusz Konwicki (Wilno, Lituania, 1926-Varsovia, Polinia, 2015), con traducción de Elena Panteleeva.

El libro estaba en excelentes condiciones: quizás nadie lo había leído y tal vez nunca se vendió en España y por ello llegó a México en algún lote de saldos.

Sopesé la idea de leerlo de inmediato, pero esperé a que la fecha alusiva al título estuviera más cercana para adentrarme en la lectura. Así pues, faltando diez días para finalizar 2017,tomé la novela y me dispuse a adentrarme en su historia.

Varsovia. Durante la mañana del 24 de diciembre de algún año cuando Polonia estaba bajo el dominio de la URSS, decenas de ciudadanos polacos se encuentran afuera de una joyería estatal, en fila, en espera de anillos de oro provenientes de la Unión Soviética.

El narrador es acaso el propio Konwicki, quien anuncia que aguardan a que se den las once de la mañana para que abran la tienda y entren en busca de algún regalo.

Desde el inicio el lector descubre los tintes sociopolíticos de la obra, pero no es precisamente una carga pesada; sirve únicamente para anunciar la época, dar a conocer el entorno en el que el narrador y las personas que están en fila viven.

El invierno comienza a morder con fuerza, nieva en Varsovia y la gente que aguarda el lote de anillos es la estampa de la sociedad polaca de la época: sin mucha esperanza, pero con temple.

De esta forma, el autor describe a algunos de los personajes que se encuentran en el lugar. Así conocemos a cierto soplón de la policía, obreros, una campesina, un estudiante y su amigo francés –anarquista–, que desea establecerse en Polonia…

Es decir, Tadeusz enfila a representantes de ciertos sectores que conforman la sociedad; los hace interactuar y el resultado es una brillante narración que cuestiona el destino de la colectividad.

La voz narrativa no denuncia en sí, no reprocha a la URSS: es una voz pausada y paciente que lleva al lector de la mano a recorrer el paisaje polaco invernal de la época soviética, no obstante que la espera es en sí una forma de opresión estatal.

De pie en esa fila, el narrador evoca otros tiempos, su historia misma; comparte pasajes de una vida que en el punto desde donde habla acaso parece perdida. Todo ello en los momentos previos a un infarto. Hay una honestidad que poco a poco hace que uno se acerque más a la obra, sin sentir los embates del invierno.

Aunado al presente en el que transcurre la obra, Konwicki traslada al lector hacia 1863, a los preparativos de una batalla que tendrá lugar en ambientes rurales. Se intercala el relato de las aventuras de un joven lituano durante las revueltas que tuvieron sitio ese año contra los moscovitas. De esta forma, el autor hace traer el pasado al presente «para buscar en la vida cotidiana su trasfondo sociopolítico y su envés metafísico…», según se lee en la contracubierta.

El estilo –a veces parco, otras veces lírico– cobra fuerza en cada página y está acompañado de imágenes que si bien en algunos momentos evoca a una atmósfera casi asfixiante, denotan la alta calidad narrativa del autor.

Hacia los primeros párrafos de la obra, el narrador nos dice: «Delante de mí hay veintidós personas, y detrás otras veinte dan pataditas con los pies entumecidos de frío. Yo también siento un ligero temblor, aunque me cubre una espesa piel de oveja. Pero tiemblo de emoción. Tiemblo porque estoy esperando el día, unas breves horas excepcionales, que traerá quizá, a mí y a todos nosotros, el desenlace definitivo» (p. 9).

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