La Tinta Insomne

Los peces no cierran los ojos

El encuentro con el sueño, donde lloro sin lágrimas.

Mi luto por él es una poza de agua marina evaporada.

 

Erri De Luca

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El ejercicio de recordar es una constante en la literatura, es acaso la materia prima con la que se crea una obra. A manera de ficción o de memorias –o mezcla de ambas–, muchos escritores se empeñan en traer de vuelta los años que ya no son sino apenas en los recuerdos: vivir, una vez más, a través de las páginas.

Las novelas de aprendizaje se pueden contar a montones; se trata de un género cultivado que aún en nuestros días nos ha regalado historias para recordar y volver a ellas de cuando en cuando. En esta ocasión me voy a referir a un ejemplo.

Los peces no cierran los ojos (Seix Barral, 2012) es una novela del escritor italiano Erri De Luca (Nápoles, 1950), traducida por Carlos Gumpert.

Un verano. El mar. Un niño. Una niña. Con estos cuatro elementos, Erri De Luca nos entrega una historia sencilla, pero llena de vida. El infante, de diez años, deambula por la orilla del mar, donde convive con pescadores –él mismo pesca y se lastima las manos para demostrarque ya es un hombre– y recorre una Nápoles que aún no cicatriza las heridas provocadas por la Segunda Guerra Mundial.

El niño disfruta nadar, la libertad que significa estar en el agua. En uno de esos viajes –siempre a solas– encuentra a una niña que lee libros policiacos, tendida en la arena. Es una chica un poco mayor que él. Ocurre el encuentro: ella –siempre la llama «ella»– se presenta como «escritora» y desde el primer contacto intenta enseñarle, de alguna forma, la condición humana, a través de la vida de los animales.

El protagonista-narrador (un hombre embestido por la memoria) regresa a la piel de aquel infante que fue, el que advierte que su niñez comienza a despegarse, a alejarse de su cuerpo: «La infancia acaba oficialmente cuando se agrega el primer cero a los años». Lo que experimenta el personaje es una especie de debut en la vida.

A raíz del encuentro con «ella» ocurren cosas, cambios en su día a día: malas notas en materias que eran dominadas por él, desencuentros con otros niños que aman a «ella», un reconocimiento mayor de la soledad y el hecho de saber que poco a poco dice adiós al niño que aún es, aunque comienza a alejarse.

Aunado a ello, se enfrenta a vivir sin su padre, quien decidió emigrar hacia Nueva York. El niño sobrevive junto a su madre, que nunca cambiará Nápoles por esa ciudad norteamericana. Enfrentan ciertas dificultades, pero ninguna que, aparentemente, los ponga en riesgo.

A veces un tanto desordenados, los borbotones de recuerdos que brotan del personaje llevan al lector de un sitio a otro sin previo aviso, como una ola que arrasa con todo: el amor, la infancia, la guerra (cuyo recuerdo todavía palpita en la memoria colectiva).

Ese amor veraniego, el primero. El niño aprende junto a la chica, sin que apenas se entere. «Ella» le pregunta: «¿Sabes que has dicho una frase de amor?» O el beso primero, la sensación de unos labios en los propios, frente al mar.

Así transcurre la historia, con frases que en la voz de un niño siempre contendrán la sabiduría y la belleza que la adultez arrebata.

Los peces no cierran los ojos es una novela para ser leída de golpe, o a pausas para recordar. Quizá. Cada párrafo se disfruta como un buen sorbo de café. Las obras de Erri De Luca tienen una característica que lo vuelven distinto: es como si, al leerlo, platicaras con un amigo entrañable.

El lenguaje empleado por el autor hace de ésta, una historia amena, fluida, incluso ligera. Pero se trata de una novela que en su ligereza conlleva también un toque de complejidad: el amor, los recuerdos y la soledad no son cosas sencillas.

Erri De Luca fue considerado escritor de la década por el Corriere della Sera; es un creador de brazos abiertos, cálido y con la suficiente ternura para acercarte a él y aprender a quererlo.

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