La soledad es uno de los temas más recurrentes en la literatura. Ya sea por autoimposición, a fuerza de no lidiar con los otros, o porque los otros no alcanzan a ser compañía o porque uno no es compañía, llega un momento en el que el ser humano debe sostener su primer careo con la soledad.
Así pues, la ficción es un amplio campo para echar a sembrar las semillas que brotarán como personajes a los que les está destinado ese encuentro con la soledad. Un encuentro acaso permanente que lo perseguirá como una sombra. Pero en el tratamiento del tema estará la clave para que sobresalga por entre los otros.
Ejemplos de obras que abordan la temática hay muchos. Esta semana me permito abordar una sola: La lluvia amarilla (1988; Seix Barral; 1993, RBA), una novela del español Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955).
El personaje-narrador de la novela es Andrés, un pastor que se convierte en el último habitante de Ainielle, pueblo que se ubica en las montañas del Pirineo de Huesca.
Si bien el lugar donde transcurre la historia existe, el autor advierte en una nota inicial: «En el año 1970, quedó completamente abandonado, pero sus casas aún resisten, pudriéndose en silencio, en medio del olvido y de la nieve, en las montañas del Pirineo de Huesca que llaman Sobrepuerto».
El último habitante evoca a los personajes que alguna vez formaron parte del pueblo. Recuerda a sus vecinos, a su esposa misma y a su perra. Pero no lo hace desde la nostalgia, sino que mira al pasado desde un resquicio poético que se abre en la memoria.
Extraviado en la soledad, desde su monólogo da cuenta de aquellos habitantes que murieron o que decidieron marcharse cuando comenzaron a ver el abandono en el que quedaba Ainielle.
Por su parte, el narrador optó por no partir. Sin embargo, la muerte de su esposa marcó definitivamente su vida: «Desde entonces, he vivido de espaldas a mí mismo» (p. 44). Se dedica a divagar, a caminar por el pueblo como un perro solitario que no tiene certeza del sitio al que debe ir; visita casas abandonadas en busca de víveres, pues todo se agota y debe hacerle frente a la vida en condiciones extremas.
El hombre recuerda, aunque desconfía: «¿Y qué es, acaso, la memoria sino una gran mentira?» (p. 41). Pese a ello, los recuerdos se convierten en el alimento que lo mantiene vivo entre las montañas y sus condiciones climáticas cambiantes: nevadas que cubren hasta las ganas de vivir, viento helado que congela incluso los recuerdos.
Pero luego se encuentra con el otoño, esa posibilidad de sentir algo de calor, aunque con la advertencia de vientos fríos que constantemente están anunciando la próxima llegada del invierno.
Justo ahora que está por comenzar el otoño, esta novela removerá las fibras del lector en cada párrafo: la lluvia amarilla a la que alude el título no es sino el caer de las hojas de los árboles, que se desnudan en esta época del año para formar caminos y campos en los que el ser humano deposita su mirada para alejarse por un momento de la realidad y echar a andar la maquinaria de pensamientos, reflexiones y deseos o nostalgias. Es ese caer con lentitud, como una lluvia de remembranzas que son balanceados por el viento, hasta formar un montón de recuerdos en el suelo a los que habrá que esperar a que los levante la brisa y los aleje o definitivamente prenderles fuego.
Estoy cierto que La lluvia amarilla se convertirá en una de esas lecturas entrañables a la que se desea volver de cuando en cuando, sobre todo cuando la soledad muerde con sus afilados dientes y el grito que se escapa se pierde en algún bosque que no nos habita.
TOMADA DE LA WEB
Julio Llamazares nació en un pueblo que actualmente ya no existe.
TOMADA DE www.pueblosdelolvido.com
Aspectos de la desolación de Ainielle.