Cuando se escucha o se lee algo acerca de la literatura latinoamericana, invariablemente suelen brincar los mismos nombres de siempre: Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Jorge Luis Borges, etc.
Se trata de esas figuras que se engrandecieron con el llamado boom latinoamericano, que permitió exportar obras de esta parte de América hacia Europa y su posterior difusión por buena parte del mundo.
Sin embargo, hay otros nombres cuyas obras e importancia parecieran no tener el alcance de los ya citados, pero que tienen tanta –o más, si me apuran– calidad que aquéllos. Me refiero a los Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, por citar algunos.
Y hay un nombre más: Augusto Roa Bastos (1917-2005), un escritor paraguayo que en 1989 fue galardonado con el Premio Cervantes, cuya obra es medianamente desconocida, pero no por ello menor.
Cuentista sin par, ya en sus relatos dejaba entrever a un narrador fascinante, de altos vuelos, y que a raíz de la publicación de su primera novela ganó adeptos allende las tierras paraguayas.
Hijo de hombre (Promexa/Alfaguara) fue publicada en 1960, aunque el autor realizó modificaciones, en la década de los ochenta. Narra los inicios del siglo XX en Paraguay, hasta la Guerra del Chaco (1932-1935), un conflicto entre ese país y Bolivia, en el que participó el propio escritor.
Hay que destacar que buena parte de la sociedad paraguaya es bilingüe (el guaraní es su lengua oficial), ello implica que tiene una especie de pensamiento dual.
Con base en lo anterior, no es extraño que en Hijo de hombre el lector encuentre referencias de ese tipo. Pero no se trata de una novela histórica académica: la voz de Roa Bastos es potente, dotada de un lirismo que la convierten en una de las plumas cumbres de nuestro continente.
En Hijo de hombre hay varias historias, saltos temporales y de lugar. Es una historia compleja en la que el autor hace un recuento particular de Paraguay que desemboca en la región latinoamericana vista como la universalidad y su inducción forzosa al «orden mundial», al mundo del «progreso», con toda la dolorosa transición que ello implica.
La estructura de la novela no es lineal, ni sencilla, pero sí resulta una lectura agradable: el lector se percata, ya desde la primera frase, que se está ante un narrador espléndido: «Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte».
La riqueza de personajes es otra de las virtudes del autor, la forma de entrelazar sus historias, la belleza empleada en el lenguaje, muy a pesar de lo declarado por el propio Roa Bastos, en el sentido de que con esta obra antepuso la sinceridad a la belleza.
La del paraguayo no era –no es– una obra para figurar en los medios, para dictar las ideas achacosas del bien y del mal desde pedestales europeos. No. La del escritor es, cono dijo él mismo, una «literatura militante de la realidad humana».
Ante todo, se trata de un autor regido por la congruencia de ideas y de actos.
Hay que destacar también que Hijo de hombre es la novela que abre una trilogía sobre «el monoteísmo del poder», que la siguen Yo el Supremo (1974) y El fiscal (1993).
La obra en cuestión –Hijo de hombre– es una síntesis del proceso al que sometieron los pueblos originarios, al sufrimiento de esas sociedades que fueron aplastadas –siguen siendo aplastadas– para despojarlas de sus riquezas, de sus tierras, de sus lenguas, de sus amores, de sus ideas…
Hijo de hombre es una muestra clara de la riqueza de la literatura latinoamericana, del escritor comprometido –de los que hoy en día escasean– con las causas que de lo particular evocan a un grito universal en pro de la justicia.
Augusto Roa Bastos se erige como uno de los grandes escritores americanos del siglo XX y la referida novela no deja dudas al respecto