La Tinta Insomne

Sin flores ni coronas

Aunque los hornos crematorios están materialmente

destruidos, su humo aún oscurece el cielo del mundo

 

León Moussinac

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Hace unas semanas escribí algo acerca de La travesía de la noche (Arena Libros, 2006), un relato de la francesa Geneviéve de Gaulle Anthonioz (1920-2002) donde narra parte de las experiencias que le tocó vivir en el campo de concentración nazi de Ravensbrück, al que llegó debido a sus actividades en la Resistencia.

Hay quien opina que se ha escrito demasiado en torno a los horrores del Holocausto. Sin embargo, la mayor información que se nos ha dado al respecto a través de la literatura, el cine, etc. cuenta a los judíos casi como únicas víctimas.

Parece imposible que la industria de Hollywood aborde la persecución de comunistas, romaníes y homosexuales por parte del nazismo: da la impresión de que aquel horror sólo lo vivió la comunidad judía y es la única que debe ser consolada por aquellos hechos.

Ahora bien, después de décadas de silencio, varias víctimas decidieron contar su historia de forma directa, a través de la literatura. Sin la melosidad ni propaganda hollywoodense, han optado por relatar aquello que sus ojos vieron, lo que experimentaron en carne propia.

En este sentido, Odette Elina (1910-1991), militante del Partido comunista francés, es una de las voces que si bien escribió lo que vivió en dos de los campos más recordados de manera inmediata al volver de Auschwitz, el lector en español tardó para ver traducida la obra en nuestra lengua (fue publicada por vez primera, en francés, en 1948). Así, en Sin flores ni coronas Auschwitz-Birkenau, 1944-1945 (Periférica, 2008) nos enfrentamos a los recuerdos que la francesa comparte con el papel.

En las palabras preliminares de la obra, Elina expresa: «Cuando volví de Auschwitz, en 1945, sentía con tal intensidad lo que acababa de vivir que me resultaba imposible guardarlo sólo para mí. Lo consigné en las notas y dibujos que constituyen Sin flores ni coronas» (p.9).

En el libro hay dibujos hechos por la propia Odette Elina –quien era pintora– con los que pretende ilustrar algunas de las escenas que describe a lo largo de las páginas.

Dada la naturaleza de artista plástica de la autora, el lector se encuentra con escenas breves, como cuadros dentro de una sala donde el silencio es la única forma de mostrar solidaridad y respeto a las personas de las que se nos cuenta: nunca habrá palabras para entender lo que vivieron.

La obra está dividida en varias partes. En alguna recuerda el invierno, la crudeza de dicha estación, con las víctimas expuestas a la nieve. En esas circunstancias, una sola prenda adquiere un valor infinito: un trozo de tela representa la posibilidad de vivir o perecer ante los embates del temporal.

En esa situación, la compañía se vuelve un abrigo: «Tener una amiga ayuda tanto a soportar el sufrimiento…» (p.72). Luego repasa nombres de algunas mujeres en el apartado «Las compañeras». Las nombra y cuenta algo breve de ellas: Yvonne, por ejemplo, tenía unos ojos azules muy grandes. «Cuando nos encontramos por última vez, en diciembre, llevaba la muerte marcada en su pequeño rostro» (p.69).

Elina recuerda a Hella, una polaca de veintitrés años: «No era hermosa. […] Era, simplemente, mi amiga» (p.70). Terminaba sus estudios de medicina y ello le permitía curar las llagas de Odette. Hella perdió la vista, el tacto y el habla. «Nunca más la volví a ver.// Los alemanes se la llevaron y la quemaron» (p.75).

Otra amiga, Hélène, «era una apasionada de Shakespeare y conocía su obra como nadie» (p.76). Hélène murió en el campo.

En seguida llega el recuerdo de Marie, de la que se burlaban porque tenía barba. Pese a su dulzura y su pasividad, no despertaba simpatía.

Irene esperaba el regreso de Elina al finalizar la jornada. En una ocasión «[l]a hallé medio muerta de hambre, medio muerta de miedo a morir de hambre». Odette compartía el escasísimo alimento con ella.

Después de diez meses en el campo, Elina resalta que un día llegaron los rusos para liberarlos. «Con ellos, la vida había entrado en el Campo.// Ya no estábamos solos» (p.102).

En el libro hay trazos de dolor y esbozos de alegría. El tono no permite la autocompasión: se trata de un testimonio en el que se da cuenta de los hechos, donde se retrata una realidad que vivieron cientos de miles de personas. Es una obra breve, pero valiosa, que se lee con una especie de vergüenza.

Acerca de Sin flores ni coronas, Albert Camus dijo: «Cuando hayan cesado hasta los ecos, pues habrán muerto todos los testigos, cuando el olvido se apodere, como suele, de la verdad, será necesario volver a documentos como éste».

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