La gente se repliega en las paredes como si temiera ser cortada por una espada láser.
Es raro, pero sobre Constitución del 57 no se ve ni un perro con la lengua de fuera y la cola interrogante; están debajo de algún árbol huérfano o metidos en el mercado o donde la gente de los negocios o de las casas particulares les hace un rinconcito para que se enrosquen y se refresquen.
El golpe de calor
El Servicio Meteorológico Nacional (SMN) advirtió que la temperatura aumentaría sobremanera y que la gente estuviera alerta por el golpe de calor:
“En la hipertermia el punto de ajuste hipotalámico no cambia, pero la temperatura corporal sube, superando los mecanismos de regulación de temperatura. Como consecuencia de esto se produce el llamado golpe de calor”, había leído la mujer del meteorológico.
Guillermo, de 28 años, tiene que trabajar debajo del sol, de “vieneviene”, en un centro comercial. Dice que tiene que consumir unos cinco litros de agua por “la calor”, que en los últimos días ha estado más fuerte. Es su única fuente de ingresos y trabaja de las 15 horas hasta la noche, aunque a veces cubre el turno de las de 7 a las 15 horas.
Miguel Ángel también trabaja en un centro comercial, tiene 17 años y ha sentido el calor como nunca. El domingo estuvo muy fuerte. Trabaja de las 7 a las 15 horas y dice que desde las 12 del día comienza a elevarse la temperatura: para apagar la sed lleva una botella de jugo.
Una paloma se ha convertido en niña y brinca entre los chorros de agua de la fuente del auditorio Benito Juárez.
Satán
Satán está sentado en una banqueta de la Ricardo Sánchez. Es moreno, bajito, con un short, chanclas de pata de gallo y una playera roja con un texto en la espalda: “SATAN SUCKS” que compró en Cuernavaca. Abre una naranja, se echa un gajo a la boca y mastica.
“El sol no está enojado, padre, está encabronado, más para los ‘vieneviene’ de los estacionamientos, o los limpiaparabrisas, cuando no andan lejanos de activo”, dice y arroja al suelo el bagazo que se retuerce como un tlaconete.
A punto de rabia, se incorpora y comienza a caminar. En sus ojos se puede ver una cerveza brillosa, escarchada, escurriendo gotas por el cuello, va rumbo a los “Billares Bellavista”, en la calle Ricardo Sánchez.
Aún lleva en la mano la mitad de la naranja, se la queda viendo y la arroja hacia dentro de una casa que tiene abiertas las puertas de par en par; allí dos ancianos desparramados sobre una sillas boquean como peces en la arena.