El hombre de camisa blanca rayada, pantalones blancos y gorra negra y tenis blancos, permaneció casi escondido detrás de un puesto de comida. Era bajito, moreno, flaco, estaba sucio; despedía un olor muy fuerte a alcohol y llevaba en la mano una botellita de Coca-Cola, llena a la mitad con un líquido parecido a la gasolina. Nadie lo conocía.
En cuanto la banda comenzó a tocar “Mi gusto es”, a petición de un sacerdote, el hombre ebrio se paró y se acercó a la bulla. Cruzó los brazos y las piernas y observaba a las mujeres ancianas que acompañaban al sacerdote que había pedido la canción: éste sonreía como acordándose de la letra.
El desconocido apretó su botella. A la mitad de la canción se aproximó a la tambora. Una pareja comenzó a bailar, después otra y otra; los niños también empezaron a saltar al compás de la música de viento. El desconocido se animó y empezó a bailar solo. No llevaba el ritmo de la pieza, tenía otro y sonreía, estaba tal vez en otra fiesta, con otras personas y con otro tiempo.
Terminó la pieza y comenzó otra. El desconocido bailaba con alguien (invisible), le hablaba y sonreía. Levantaba los brazos y tenía movimientos primates, después se tiró al piso y se volvió reptil, pescado y después pájaro: todas las etapas de la evolución de la humanidad pasaron ahí, en ese espacio.
“Arriba Pichátaro” fue la última que la banda tocó. El hombre y los vecinos de esa calle disfrutaron el singular movimiento del son michoacano.
Cuando los instrumentos descansaron y la gente se fue a relajar, el desconocido ordenó a los músicos:
“¡Les pagamos para que tocaran! ¡Toquen, pues; toquen hasta que yo me canse!”.
Por el estado de ebriedad en el que se encontraba, los miembros de la banda no le hicieron caso.
“¡A ver a qué hora! ¡Esto no parece una fiesta, parece un entierro! ¡Sóplenle!”.
En ese espacio había ya cerca de 200 personas del barrio y de algunas partes como La Lagunilla y la Carolina.
La gente silbaba para que los músicos iniciaran nuevamente. Dos minutos después comenzaron a tocar y el desconocido se paró en medio y comenzó a dirigir a la banda; daba órdenes con su batuta imaginaria y brincaba haciendo movimientos de artes marciales.
A las 10:30 el desconocido se quedó quieto, le dio un trago al líquido que llevaba en su botella y ordenó:
“¡A la chingada! ¡Vámonos al Puente!”.
Los músicos y cerca de 300 personas, chínelos y mojigangas lo siguieron, brincando. El desconocido se hundió en la multitud, ensordecida por la trompeta que se levantaba en lo más alto de los sones morelenses, allá adentro del tumulto apenas se le veía respingando como se brinca en esta fecha que es cumpleaños de San Antonio, el Santo del Amor.