Sociedad
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El limosnero


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Hay un hombre viejo sentado en la entrada de un banco. “Regálame un peso”, dice con una voz enferma. La frase, que no se sabe si es orden o súplica, la pronuncia a todos los que entran o salen de los cajeros y de la sucursal.

Tiene una barba de días, su camisa fue blanca, tiene el cuello sucio. Está sentado en el suelo, en el escalón último de la escalinata que inicia en la banqueta de la calle. Sus piernas casi cuelgan como dos perros azules inertes.

Recargadas a un lado están sus muletas de aluminio amarradas con vendas o cables. Frente a él hay una gorra roja bocarriba y dentro algunas monedas anémicas.

“Regálame un peso”, dice con la mirada perdida. Pasan cinco personas y un hombre escoge monedas; va hacia el anciano que tiene las manos cruzadas y le orece el dinero; el viejo las coge y las mete inmediatamente en la bolsa de su pantalón. Una mujer también se compadece y arroja dentro de la gorra varios pesos.

Los ojos del sujeto brillan y se asoma; coge las monedas y deja sólo tres de a un peso.

Así ocurre, de lunes a viernes, de 10 de la mañana a 14:00horas. Cuando el día fue bueno esboza algo que podría ser una sonrisa, pero cuando los prospectos pasan y no dejan ni un peso él se molesta, endurece las facciones de su rostro arrugado, hunde los ojos y en voz baja, entre dientes, reclama con frases cortas:

“Se van a quedar pobres por darme un peso”.

“Tienen mucho dinero, se les va a podrir allí”.

“No les va a ajustar lo que tienen cuando estén enfermos o viejos”.

Hace un poco más de tres meses, el hombre llegó apoyado en sus muletas. Estuvo en la banqueta cerca de una hora, luego se sentó en la banqueta. Movía la cabeza de un lado a otro esperando que alguien llegara a la cita; ahí permaneció media hora. De pronto una mujer sacó de su bolsa unas monedas y se las ofreció, y el anciano alargó la mano, las recibió y se las echó a la bolsa. Una segunda y una tercera persona le dieron dinero, que el recibió sin decir nada. Se marchó por donde había venido, arrastrando su cuerpo.

Al día siguiente el viejo llegó como a las 11 de la mañana. Reclinó sus muletas y se sentó como esperando a alguien, pero ahora no movía la cabeza de un lado a otro observando la calle de ida y de venida. Esperaba ahí.

Una, dos, tres, cuatro, cinco personas le dieron monedas en un lapso de una media hora: era quincena. Y durante el día, por tres horas más recibió más limosnas. Ya por la tarde se marchó rumbo al sur.

Al día siguiente llegó a las 9 de la mañana, saludó a unas empleadas del banco que entraban a trabajar a esa hora, reclinó sus muletas y se sentó. Llevaba una gorra negra, que puso en el suelo bocarriba:

“Regálame un peso”, dijo a una mujer que acababa de sacar dinero del cajero.

 

 

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Máximo Cerdio

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