La ruta 4 paró en una esquina de la avenida San Diego. Venía con varios asientos vacíos. Subió un muchacho flaco, tez blanca, con una guitarra empuñada por el brazo. Pagó su pasaje y pidió permiso al conductor para cantar, éste le dijo que sí, aunque frunció el ceño porque lo común es que pidan permiso y se suban sin pagar. El chofer, como de 50 años, metió segunda, sacó el “clutch” y aceleró. Los pasajeros con la mirada perdida ignoraron al chico que no debía tener más de 18 años, llevaba una gorra azul, vestía pants rojo y una playera roja; sus tenis estaban desgastados pero limpios.
El muchacho afinó la quinta cuerda de la guitarra de ensayo y comenzó a tocar. Era un huapango, “La Malagueña”, de Elpidio Ramírez Burgos. Desde que entonó el primer verso se pudo escuchar que no era un improvisado. Su voz media era afinada, potente. Pasó de las notas más graves hasta las más agudas de una manera fluida.
Los pasajeros entraron en la canción, algunos guardaron su celular y se acomodaron en los asientos duros y desgastados como cuando uno quiere observar u oír algo agradable.
En lo más alto de la canción, en el falsete, el chico mostró lo que traía y duró varios segundos sosteniendo esa nota altísima; lo hizo sin esfuerzo, como mostrando que si hubiera comenzado con una nota más alta hubiera podido levantar esa nota mucho, pero mucho más alto. Luego, continuó con la canción que resonaba por todo el cilindro de metal con llantas hasta que la concluyó sin ninguna prisa, a pesar de que el conductor, que había apagado su estéreo, subió a dos mujeres en una esquina.
La segunda canción fue un paso doble de Agustín Lara: Silverio Pérez. El chico se lució entretejiendo con la melodía los versos del “Músico poeta”. Recordó algunos momentos la textura de voz del Señor de las Sombras, Javier Solís. Al chofer esta melodía le atravesó el nervio vestibular y disminuyó la velocidad; su mirada se había enganchado en algún recuerdo triste.
El chico terminó Silverio Pérez y antes de que la gente comenzara a aplaudir, paró en seco a los pasajeros:
“Señores, agradezco que me quieran aplaudir. Yo sé que, para muchos, especialmente para los tacaños, basta con aplaudirle a los artistas para pagarles, eso es lo que dicen muchos, pero como también ustedes saben, eso es sólo un ‘decir’. No lo tomen como una grosería, por favor, pero yo soy un artista que no vive de aplausos; soy como todos ustedes, como tres veces al día y si se puede hasta cuatro, para reserva cuando no hay, porque, así como me ven de flaquito, soy bien tragón. No sé si vieron, pero le pagué al chofer mi pasaje, porque sé que de eso vive y con ese dinero mantiene a su familia. Sé que Dios me dio un don, pero tengo que pagar clases de canto para mejorar mis técnicas y mi maestra es una de las mejores de México y yo no le aplaudo para pagarle cuando me enseña, le doy dinero y sé que practicando podré cantar mejor cada día para compartir mi canto con el público. Si a ustedes les gustó lo que canté, por favor les pido que cooperen con lo que quieran, todo me sirve. Muchas gracias”.
Había cerca de 20 personas, todos cooperaron.
Cuando terminó de recoger el dinero, el chico pidió bajada y el chofer se paró. Abrió la puerta. El muchacho dijo gracias a los pasajeros y bajó de un salto. Aun con la puerta abierta, el conductor le lanzó hacia afuera una moneda de diez, que el chavo atrapó con gran habilidad. El chofer metió segunda, sacó el clutch y aceleró.