Algunas veces lo vi en el patio, sin camisa, huesudo, afilando su gigantesco machete.
Para un niño de nueve o diez años el tiempo es una moneda de oro inacabable. Las vacaciones en casa de tía Rosy eran increíbles, podíamos hacer y deshacer a nuestro antojo.
La casa era amplia, de tejas. En la entrada estaba la sala y los dormitorios, había un segundo nivel donde estaba la cocina y más abajo un techo con hamacas; después seguía el patio grande con árboles de mandarinas jugosísimas, mangos, chicozapotes y varios ejemplares del misterioso cacao.
La tía Rosy guisaba delicioso y nos llevaba al mercado, donde veíamos aves, iguanas, tortugas, vivas para cocinarlas, además pasábamos a comprar mantequilla, queso fresco y pan en el puesto de mi tía Conchita.
En esa casa y en la aledaña, donde vivía mi tío Maro, éramos nueve personas entre tíos y primos.
Con o sin niños de vacaciones, la familia era muy bulliciosa, la alegría era doble cuando llegábamos mi hermano y yo en los periodos vacacionales, sobre todo en diciembre.
En fechas decembrinas desentonaba el tío Guayo; él no vivía ahí, llegaba de visita sólo dos veces al año. Nunca vi que saludara, entraba a la casa y se metía a un camastro y no salía en horas.
El tío Guayo medía aproximadamente 1.54, muy delgado; muy moreno, usaba sombrero blanco, camisas de vestir manga larga y pantalones de vestir, huaraches, un morral de ixtle y un machete grandísimo de la marca Acapulco en su funda de cuero, que casi arrastraba.
Su rostro no comunicaba ninguna emoción o sensación; contrario a toda la familia, que hablaba “hasta por los codos”.
A los niños nos llaman la atención los secretos, y para mi hermano, mis primos y yo el tío Guayo era eso, un misterio.
Algunas veces lo vi en el patio, sin camisa, huesudo, afilando su gigantesco machete. Echaba agua a una piedra especial de color gris y luego pasaba una y otra vez la orilla del arma por un lado y luego por el otro. El metal al desgaste con el mineral emitía un sonido fino y el olor era penetrante. El filo obtenido era un espejo donde se pintaba los labios la muerte.
A mi mente de niño llegaban las anécdotas de mis tíos de los enfrentamientos a machetazos de los jornaleros. Mucha gente andaba sin un dedo, sin una mano, sin un brazo o con cicatrices de cortadas en la cara: “la gente arregla sus asuntos con el machete, porque somos pobres; en otros lados a balazos, porque tienen paga para comprar pistola y balas”.
Sus manos eran delicadas, hábiles, no duras y ásperas como la de los obreros que trabajaban en las fincas e ingenios de azúcar.
A él no le gustaba tener gente cerca, menos mirándolo, así que yo lo observaba a escondidas.
El tío Guayo llegaba una o dos veces al año, estaba a lo sumo dos o tres días en la casa de tía Rosy, luego se marchaba. Durante su estancia salía temprano y llegaba por la tarde, sin saludar ni avisar, siempre con su morral y su machete.
La curiosidad me llevó más allá de observarlo mientras afilaba su arma o descansaba.
Cierta vez que dormitaba en una de las hamacas, me metí a su dormitorio y escudriñé su morral. Tenía algo sólido y pesado envuelto en un paliacate de color rojo: saqué el objeto y comencé a desenvolverlo. Ante mí apareció una escuadra negra, muy similar a la que portaba mi abuelo Alberto en su cintura y que no dejaba ni a sol ni a sombra. La metí rápido y con miedo.
El tío Guayo era como un instrumento roto o una cuerda demasiado tensa de una guitarra o un sonido a punto de volverse un insoportable ruido, por eso cuando se marchaba, los habitantes fluíamos de una manera más armoniosa.
Sólo una vez tuvo un gesto humano para mí.
Mi tía Rosy le dijo en cierta ocasión:
-Mira, Guayo, él es Maximito, hijo de Licho.
El tío Guayo me miró con sus ojos duros, como de un animal, y me puso la mano en la cabeza. No más.
Con los años, los habitantes principales se fueron muriendo en la casa de tía Rosy hasta que sólo quedaron dos o tres familiares y el tiempo y el silencio llenaron los corredores y acabaron con los árboles frutales.
-Nunca supe a qué se dedicaba el tío Guayo –le dije una vez a mi padre.
-Era cobrador –respondió.
-¿Cómo?
-Sí, matón. Los productores de caña o ganaderos le encargaban que fuera a cobrar deudas; algunos sí pagaban, pero otros agredían a Guayo y éste se defendía. Dicen, los que lo vieron pelear, que era muy bueno para pelear con machete. Había algunos acreedores que ya no querían el dinero, sino que el deudor pagara con su vida y Guayo se encargaba de eso.