Sociedad

“Cada día es una oportunidad”


Lectura 5 - 9 minutos
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“Cada día es una oportunidad”

“Cada día es una oportunidad”
Fotógraf@/ MÁXIMO CERDIO
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A sus 91 años de edad, vacunan a doña Cira contra el covid-19.

Jiutepec.- A sus 91 años y meses, doña Cira Nava recibió la vacuna del covid-19 a las 11:50 de la mañana en la cancha de usos múltiples de la colonia Huizachera.

Asistió muy aseada, con un vestido negro, zapatos negros, chaleco blanco de estambre y su escapulario de plata. Según ella, nunca en su larga vida había escuchado y visto de tantas personas que se murieran un día tras otro.

La acompañaba su nieta Matilde, que llegó en la madrugada para apartar turno.

Después que la vacunaron, esperaron 30 minutos para descartar reacciones. Luego, se fueron a su casa, en la colonia centro de Jiutepec.

Fuera de la cancha, blanqueaba el área de cabecitas de algodón que hacían cola para recibir el biológico Sinovac, traído desde China: entrarían al lugar techado, revisarían sus documentos, los auxiliares médicos les tomarían la presión arterial y después les aplicarían la vacuna contra el coronavirus (covid-19) que de acuerdo con las autoridades federales de Salud sumaría hasta ese día 196 mil 606 defunciones confirmadas en México.

Cira no fue la única nonagenaria. Entre las beneficiarias también estaba Esperanza Güemes, de 91 años, quien fuera secretaria particular del ex gobernador Lauro Ortega, en una silla de ruedas con la cabeza caída, y Gudelia Sámano, de 97 años, acostada e inmóvil en una cama médica, en la parte trasera de una camioneta.

Cira Nava, quien nació un 31 de enero de 1929, en Cuernavaca, tiene otra historia. Goza de buena salud, una extraordinaria memoria, un gran ingenio y una simpatía poco usual; eso se puede observar si se platica con ella, si se escucha su voz añosa pero clara, y si se observan sus gestos antiquísimos en sus manos, sus ojos rasgados, su boca y su frente donde el tiempo le ha plegado la piel.

Ella radica en Jiutepec; vive sola, en su casita al lado de sus descendientes, quienes la cuidan; procreó cuatro hijos, y tienen 17 nietos, 24 bisnietos y cinco tataranietos. Siempre se ha dedicado a las labores del hogar.

Su nieta Matilde Sánchez relató que hace sus quehaceres domésticos, prepara el desayuno, almuerzo y comida para ella, su hijo y sus nietos, atiende a sus pájaros, gallinas, gatos y perros. Antes bordaba, pero por la artritis ya no lo hace; también hasta hace poco hacía tortillas a mano, todos los días.

“Ella es muy positiva, ayuda a los demás, le gusta conocer lugares y gente, le gustan los animales, es alegre y divertida, le gusta convivir y tomarse uno que otro tequila; es una persona bondadosa, con buena vibra y llena de vitalidad. Le molesta que la gente pase clavada tanto tiempo en el celular y que no se tengan valores y respeto. Y aún con todo esto, disfruta la vida de una forma sencilla, aprecia mucho que la visiten, siempre se preocupa y piensa en todos los que ama, nadie es más que otro, cada uno ocupa un lugar en su inmenso corazón. Dar, lo es todo para ella, siempre da, se da a sí misma a todos los que la rodeamos. En esta etapa, la vida se mira desde otra perspectiva, despacio, sin prisas, cada día es una oportunidad”.

En entrevista, el martes 16 de marzo en su domicilio, doña Cira platicó que le gustaba ver las telenovelas: “los programas bonitos de chistes que ahora ya no existen, ahora solo hay programas feos. En ese entonces apenas comenzaban los chistes en la televisión. Me gustaban los Polivoces”.

Escucha música de antes, como los boleros, de Carlos Campos, la Santanera, el twist, rocanrol y radionovelas. “El programa que escucho ahora es la B Grande”.

A doña Cira todavía le llevaron serenata con guitarras y con vitrola o gramófono. Sus canciones favoritas son “Toda una vida”, de Osvaldo Farrés y “Déjenme si estoy llorando”, de Germaín de la Fuente y Nano Concha.

Sus lecturas preferidas eran Lágrimas y risas, Memín Pingüin, Selecciones, la familia Burrón.

Sobre el futbol opina que “se ve bonito cómo juegan, me divierte ver cómo van vestidos porque que unos llevan short aguados, otros apretados o cortos. ¡Creo que ni los tumban, nomás se dejan caer!”

Estudió solo hasta el segundo año de primaria, y si hubiera podido escoger alguna carrera u oficio reveló que le hubiera gustado ser carpintera: “desde chiquita me gustaba andar clavando cajitas de madera o huacales”.

En relación con la vida, que ella ejerce desde hace muchísimo, dice: “Depende cómo viva uno, si vive uno en paz, es feliz. De joven me hubiera gustado conocer más lugares, los ranchitos, los pueblitos”.

Sobre el tiempo opina: “Antes lo sentía más lento, ahora siento que se me va más rápido”.

Doña Cira se ha podido adaptar a grandes cambios, como el aumento de la población en Jiutepec, el desarrollo de la tecnología, la diversificación de los medios de transporte. Su memoria está llena de detalles, como si se tratara de un museo donde se puede observar un Jiutepec que cuesta trabajo imaginar. Así se entiende de esta selección de fragmentos que relató:

“Me trajeron muy chica de Cuernavaca a Jiutepec, tenía como seis o siete años, lo recuerdo porque apenas iba a entrar a la primaria Justo Sierra. Y nos venimos porque a mi hermanita la estaban embrujando: llegaban cinco tecolotes a cantar, les aventaban piedras, pero los animales regresaban. A la niña le salían bolas. Se cree que la brujería era para mi mamá pero le cayó a la niña. Recuerdo que cayó una granizada fuerte, los niños se espantaron y la maestra los consolaba.

Mi juego preferido era brincar la riata. Acabando de comer me subía al guayabo, cortaba las guayabas y me sentaba a comerlas; era dulces, chiquitas pero bien sabrosas.

Como a los nueve años me iba con las vecinas a ayudarles a hacer quehacer. A una le llevaba su nixtamal al molino; me daban uno o dos centavos, con eso me compraba unos chiclosos con la señora Pachita. Me daba un envoltorio, eran unas bolitas grandes. A otra le barría la casa con escobas de raíz (con esas se barre bonito) y le lavaba los trastes, el metate, su metlapil (rodillo de piedra que sirve para moler en el metate) y le limpiaba su tlecuil (fogón). No me pagaban, no era interesada del dinero.

También recuerdo que cuando iba al molino me quitaba los zapatos e iba metiendo los pies en los charcos, y echaba lodo amarillo en las piernas.

Una vez por sacarme hilo del yoyo del dedo, se me volteó uno de los tres nixtamales que llevaba de varias señoras, entre ellos el de mi mamá, que regresaba del molino. Me detuve en el apantle (acequia o acueducto) a lavarlo.

En otra ocasión se me cayó el nixtamal y, a pesar de que lo lavé, le quedaron unas piedritas. Cuando lo entregué a mi mamá, me dijo que no lo habían lavado bien, pero no supo que las piedritas eran porque se me había caído.

No se me olvida que me brincaba la cerca para ir con mi vecina, nos subíamos al árbol con muchas naranjas, las pelábamos y las comíamos con chile piquín y sal, no pintura como ahora. Al final, quedaba el suelo amarillo de tanta cáscara.

Una vez mi madrina de bautizo me hizo una muñeca de trapos, la lavé y nunca se pudo secar. Antes se usaban los muñecos de sololoy (material hecho a base de nitrato de celulosa, al cual llamó celuloide, de donde se origina la palabra sololoy), que eran para la gente rica, a los pobres nos regalaban muñecos de cartón, a mí me regalaron uno; un día se me ocurrió lavarlo y ya no sirvió.

Cuando yo era niña Jiutepec era como un enorme huerto. Se sembraba café y en la cosecha venía mucha gente a trabajar en esa actividad.

Había tecorrales dobles. Podías andar a media calle y no había carros. Los domingos pasaban los burritos con vigas y murillos, con carbón, eran los leñeros que vendían leña para el horno de pan.

Nos íbamos caminando de Jiutepec a Cuernavaca y a veces me montaban en el anca de caballo y mi mamá en la silla, mi papá jalaba el caballo. El camino era por Plan de Ayala, pura terracería, sólo pasaba uno que otro camión que venía de Cuautla.

En el trayecto algunos iban a pie, vendían escobas, hojas para tamal, maíz, frijol. Se veía como procesión los caballos y los burros.

Cuando a Jiutepec empezó a entrar el camión de pasajeros que llegaba a Cuernavaca y regresaba, se llenaba; iban hasta colgados en la puerta. Sólo había un camión.

Uno de los recuerdos más presentes de doña Cira es el día que la energía eléctrica llegó a Jiutepec:

“Durante varios días se había anunciado la llegada de la energía eléctrica al pueblo, pero no llegaba, nos decían que eso nos ayudaría a nuestra vida diaria y tendríamos luz. La luz llegó como a las once o doce del día,  y nosotros no nos dimos cuenta sino por el alboroto que hacía los vecinos; nos asomamos y nos dijeron que ya había llegado, pero como no teníamos focos no nos dimos cuenta, tuvimos que sacar de una caja un radio que habíamos comprado para cuando la luz llegara. Entonces lo prendimos y vemos que era cierto, en Jiutepec ya teníamos energía eléctrica”.

 

 

 

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Máximo Cerdio

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