“Dios le da cosas a la gente que las necesita y le quita a otros para que aprendan lecciones”.
“Efectivamente, nada es jamás, sino que está siempre en proceso de llegar a ser”.
PLATÓN, CITANDO A HERÁCLITO EL OSCURO
En este trabajo debe uno pasar desapercibido: “a la gente no le importa que haya fotógrafos. Cuélgate tu cámara de una vez para que sepan que vas a hacer fotos y no se molesten”, me aconsejó mi maestro.
En estos eventos, los fotógrafos son parte del paisaje, como los perros de la calle en las fiestas de la gente pobre o los borrachos que comienzan parados en la puerta y después hasta exigen que les sirvan lo que están tomando los novios.
Ese día fui a las 10 de la mañana a hacer unas fotografías de un evento a un jardín. Llegué con 10 minutos de anticipación, como me enseñó mi padre y como ha sido uno de mis pocos códigos que muy pocas veces he roto.
Había gente de clase media y alta y reconocí a varias personas metidas en la política.
Hice las fotos que me pedían y las mandé allí mismo al cliente, desde mi cámara, para su revisión. Una vez que me las aprobaron la mujer que me había contratado se me acercó y, extendiendo la mano cerrada, me entregó unos billetes doblados.
Yo no tuve más que recibirlos de manera discreta, como se me habían dado, y metí el dinero en la bolsa trasera de mi pantalón.
Me sentí, sin causa, como debió sentirse un servidor o funcionario público cuando recibió su primera “mordida”.
Me fui a tomar un café colectivo que habían puesto en una barra y comí galletas. Después salí hacia mi coche: con el dinero que me pagaron le pondría al menos medio tanque de gasolina al Toponeitor.
Antes de subirle al coche quise coger el dobladillo de billetes y metí la mano en mi bolsa trasera del pantalón, pero no estaba, luego palpé en todas mis bolsas de manera desordenada; por último busqué con mucho cuidado en las bolsas de mi ropa y en la de mi equipo y no hallé ni rastros del pago.
Regresé al jardín y comencé a buscar. La gente seguía en lo suyo. Nadie me preguntó que buscaba y no encontré el dinero.
Estaba encabronado.
Salí del lugar y volví a mi auto, ahí me calmé un poco y en mi memoria sonaron las palabras de mi padrino Carlos:
-¿Cuántas veces te ha ido muy bien; cuántas veces te has encontrado dinero, joyas, cosas en la calle y te has puesto a pesar que a alguien las perdió y tuvo consecuencias que ni te imaginas? Dios le da cosas a la gente que las necesita y le quita a otros para que aprendan lecciones.
“Todo fluye por donde debe fluir, nada permanece”, cerraba heracliteano.
En efecto. Desde que era niño me encontraba cosas valiosas en la calle. En Guadalajara, en la Ciudad de México y en Cuernavaca, mientras paseaba a los perros o cuando caminaba de la casa al centro, con frecuencia me hallaba en las calles cadenas o pulseras de oro, anillos, celulares, carteras con dinero y vacías, llaves, plumas.
Me acordé especialmente de una vez que encontré dinero en Ciudad Universitaria.
Estudiaba por la mañana. Cursaba las materias optativas en la Universidad Nacional Autónoma de México, llegué por la tarde a la Biblioteca Central a consultar bibliografía para un trabajo de investigación y me bajé en Insurgentes.
Al fondo, sobre las jardineras, se divisaban algunas parejas sobre el césped; los autos pasando a gran velocidad y la biblioteca imponente.
Había poco tráfico, sin embargo, comparado con el de las mañanas.
En la bolsa pobre de mi pantalón, holgado, se perdían unos pesos.
En aquel tiempo me ganaba la vida haciendo trabajos escolares y dando asesorías. Mi padre ya no me mandaba dinero con el que pagaba hospedaje y alimentación en una casa para “abonados” y Carmen, mi compañera de clases que se encargaba de vender mis apuntes a mano o conchabarme a compañeros que no entendían alguna materia para que yo los regularizara, no me había conseguido “víctimas”.
Subí las escaleras de metal para cruzar el puente y acceder a Ciudad Universitaria y desde cuatro o cinco peldaños observé algo que parecían billetes.
Regresé hasta donde estaban, los moví con la punta del zapato y los recogí. Era un fajo muy grueso de papel moneda de varias denominaciones enrollados y asegurados con ligas.
Me zumbaron los oídos y me puse nervioso. Inmediatamente metí el rollo a la bolsa de mi pantalón. No pude observar bien las denominaciones de los billetes ni confirmar si éstos eran verdaderos.
Mi padre, que siempre me ha exigido ser honesto, me decía que todo en este mundo tiene dueño y si había algo que no era mío era de alguien más.
Estuve cerca de las escaleras por más de 45 minutos, observando si alguien buscaba el dinero. Pasaron alumnos, profesores y trabajadores, pero nadie se detuvo.
Con la bolsa abultada del pantalón en donde mis anémicas monedas se perdían, decidí atravesar el campus universitario hasta la penúltima estación del Metro.
Caminé por casi media hora hacia Copilco. Iba nervioso, con el miedo de que alguien me acusara: ”¡Agárrenlo, me robó mi dinero!”
Subí al Metro y me arrinconé protegiendo mi tesoro y me bajé en la estación Etiopía, luego caminé hacia la calle Tajín número 300, colonia Narvarte, en donde vivía.
Abrí la puerta y, sin saludar a nadie, subí las escaleras hacia mi habitación compartida, directo al sanitario común. Eché pasador. El corazón me ladraba como un perro con rabia.
Ahí, muy excitado, metí mi mano a la bolsa y saqué el fajo de billetes.
Antes de 1993 tenían tres ceros demás, de tal suerte que 100 mil pesos equivalían cien pesos de hoy.
Reventé las ligas y del centro del rollo se liberó un olor a billetes usados de auténtico dinero de varias denominaciones.
No recuerdo exactamente qué cantidad había, pero con el monto pude pagar pequeñas deudas, adquirí varios libros nuevos que nunca había podido comprar, estrené un par de tenis de marca y fui por varios días a lugares a donde sólo iba una vez al mes. También invité a mis amigos una borrachera de cuatro días.
No pensé quién había perdido ese dinero ni el esfuerzo que había hecho para conseguirlo o si fue de manera honrada, ni en qué problemas se metió por no tenerlo.
El monto de lo que había perdido en el jardín era nada comparado con aquel hallazgo de Ciudad Universitaria.
Prendí el motor del coche y recordé las palabras de Carlos. Perdí dinero, pero encontré el consuelo de pensar en que alguien habían encontrado el pago de mi trabajo fotográfico para solucionar una pequeña deuda que tenía o para tomarse unos tragos a la salud de su buena suerte.