Sociedad

Rulfianos de los últimos días


Lectura 5 - 9 minutos
 Máximo Cerdio. Autorretrato.
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Rulfianos de los últimos días

Máximo Cerdio. Autorretrato.
Fotógraf@/ MÁXIMO CERDIO
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“Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.”

También nosotros quemamos libros. Los leemos y los quemamos, por miedo a que los encuentren. Registrarlos en microfilm no hubiese resultado, siempre estamos viajando, y no queremos enterrar la película y regresar después por ella. Siempre existe el riesgo de ser descubiertos. Mejor es guardarlo todo en la cabeza, donde nadie pueda verlo ni sospechar su existencia. Todos somos fragmentos de Historia, de Literatura y de Ley Internacional, Byron, Tom Paine, Maquiavelo o Cristo, todo está aquí.

RAY BRADBURY, EN FARENHEIT 451

Jojutla. Se miró al espejo y se aplanó con saliva el gallo que, desde niño, su madre quiso dominar con limón o jitomate.

Lo que estaba enfrente era un hombre maduro con cicatrices en el rostro, resultado de enfrentamientos viejos con enemistades y con el acné.

La solapa del saco era mediana. Ahora se usaban delgadas, pero un traje negro es algo indispensable en el guardarropa. El suyo se conservaba en muy buen estado, ameritaba sacarlo del ropero, combinarlo con una camisa blanca y una corbata roja de seda italiana. Los zapatos eran negros, usados pero bien boleados. Los calcetines color vino hacían juego con la corbata.

Cuando se ajustó el nudo aparecieron sus tatuajes de letras en los dedos, una cruz, y una calavera con un reloj en el lomo de la mano.

Cogió su sombrero oscuro, se lo puso y se miró de nuevo. Este detalle le daba un aire presbiterial. Recordó a Clint Eastwood en la película Pale Rider y supo que había hecho una magnifica combinación.

Caminó hacia la puerta, de pasada cogió de una mesita el libro abierto de pasta negra. Corrió el pasador de la entrada principal de su casa, salió a la calle y cerró con llave. Eran las 6:55 de la mañana, lo miró en su celular.

Vio su Volkswagen Sedán verde estacionado, sobre la parrilla tenía instalada una bocina negra grande.

Ayer, sábado, se había levantado a las 6.30. Anduvo a vuelta de rueda dentro de su vocho, perifoneando por la colonia a un volumen alto varios fragmentos de El gallo de Oro, grabados por él mismo en una memoria USB.

Por la unidad habitacional y a determinadas horas era frecuente escuchar a vendedores de tamales, pan, compradores de fierro viejo, algunos usaban música de fondo.

Entre los ruidos conocidos estaba el del aro metálico del gas o la campana del camión de la basura los martes y viernes a las 10 de la mañana.

Las combis tenían una manera muy singular de tocar el claxon, cuando transitan por lugares de parada rigurosa para subir pasajeros.

Así que no fue novedad la aparición de un auto con una bocina grande de donde salían una voz que pronunciaba algo apenas entendible. Varios vecinos lo llegaron a confundir con alguien que, obligado por una culpa o por una manda, había salido a predicar la palabra del Señor.

Dos horas fueron suficientes para que dejarlo satisfecho. Sabía bien que muy poca gente reconocería aquellos fragmentos de la segunda novela del autor jalisciense. De esos pocos, menos de la mitad esperaría a que el vocho verde pasara de nuevo, quizá con otros párrafos de algún cuento.

 

Para el día de hoy, domingo, seleccionó cuatro manzanas para difundir la obra de Juan Rulfo. Sonrió para sí cuando imaginó el nombre de una iglesia fundada por él mismo: Rulfianos de los últimos días.

A las 7 de la mañana tocó el timbre sordo de la primera casa, el mosquitero y una cortina semitransparente impidieron ver con claridad hacia adentro. Con la punta de una llave golpeó el metal del marco de la vivienda, después dijo ¡Buenos días!

Perros histéricos ladraron adentro de la casa. Su tono aguado sugería que se trataba de razas pequeñas, tal vez chihuahua.

Volvió a tocar y a dar los buenos días, ahora un poco más fuerte.

De pronto, vio que un bulto atravesaba la sala. Los perros callaron.

-¡Disculpe! ¿Ha leído usted El llano en llamas?

-¡A que jijos de su madre! ¡Ni en domingo deja a uno descansar! ¡Váyanse a la chingada!

Los perros comenzaron a ladrar con más fuerza.

Él se retiró. No era la primera vez que lo recibían (o lo corrían) de esa manera, es más, con bastante frecuencia recibía insultos, principalmente de hombres malhumorados, las mujeres eran más discretas, a veces nomás lo veían con la colita del ojo o le torcían la boca, y se retiraba.

Siguió caminando. A pocos metros observó que una mujer barría la banqueta, se le acercó con paso lento.

-¡Buenos días!

-Días –contestó la mujer sin dejar de mover la escoba. Tenía más de cincuenta años y vestía un mandil a cuadros, falda floreada y chanclas muy usadas.

-Disculpe. ¿Me permitiría leerle un fragmento de un texto? –preguntó enseñando el libro negro:

“Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed”.

(En realidad, se sabía de memoria todo el libro, pero eso le había traído varios problemas, y desde hacía ya muchos años hacía como que leía los textos abriendo el libro y siguiendo con la mirada las puras líneas de letras negras.)

¿Sabía usted que este párrafo es parte del cuento “Nos han dado la tierra”, de Juan Rulfo, y que forma parte del volumen El llano en llamas?

La mujer no deja de barrer:

-No, no sabía. ¿Quién es ese tal Rulfo?

-Juan Rulfo es un escritor mexicano, nació el 16 de mayo de 1917 en Apulco, Jalisco y murió en la Ciudad de México 7 de enero de 1986. Su nombre completo fue Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno. Escribió El llano en llamas, publicado en 1953, y su novela Pedro Páramo, publicada en 1955.  Escribió también la novela El gallo de oro, en 1980, de ésta se hicieron dos películas, la de 1964, adaptada al cine por Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez dirigida por Roberto Gavaldón; y El imperio de la fortuna, que dirigió Arturo Ripstein en 1986. La primera la protagoniza Ignacio López Tarso y la segunda Ernesto Gómez Cruz.

-¿Quiere que le lea un poco de Pedro Páramo?

-No sé…

-“Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería.”

La mujer suspendió el aseo de su banqueta.

-Mire. A mí no me gusta leer libros, nunca me ha gustado, sé leer pero no me gustan los libros. Prefiero ver la televisión. No entendí muy bien lo que le leyó, pero me gustó. Es como si yo estuviera oyendo alguna plática sin que los que platicaran me vieran.

-Escuche estas líneas, que tienen una especial belleza para gente como usted, que percibe muchas cosas y que se las calla; están en la novela Pedro Páramo:

“Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.”

-“Re mo lien do el silen cio de las calles…” –Repitió.

-Si gusta le puedo dejar un ejemplar, para que lo lea cuando tenga tiempo.

-No. De veras, no. Ya le dije que me gusta la televisión. Mejor cuando me vea y usted ande por acá me lee otros pedazos de ese libro. ¿Cómo dice que se llama?

-Juan Rulfo.

-¡No! El libro.

-Se llama Pedro Páramo, señora.

La mujer arrojó con su escoba una vara como quien da por terminada una conversación.

-Gracias. Luego la busco.

-Ajá.

El hombre se retiró despacio y en silencio.

Sabía que a la mujer le había interesado la lectura y también que más adelante le pediría la novela y quizá el libro de cuentos.

Por dos horas más, siguió tocando puertas y leyendo retazos de cuento o de novela a quien lo permitía.

No encontró a nadie con algún interés en conocer la vida y obra de Juan Rulfo, pero sus ánimos no decayeron, sabía muy bien que regresar a la lectura física de libros de papel era complicado y quizá él no lograría ver el día en que estuvieran de nuevo en los estantes de las casas, en las bibliotecas de las escuelas o en las librerías para lectura, consulta o venta.

Él, como muchos lectores, se negó eliminar sus libros físicos. Leía textos en formato electrónico, pero no se comparaba con la experiencia tener un libro entre las manos: el peso, la pasta, el olor de la tinta impresa, el color amarillento del papel, las diferentes tipografías; las notaciones al margen, las rayitas debajo de las frases incendiadas de belleza.

Compartir la lectura de su autor preferido no era un acto de suprema generosidad. Leía a los demás lo que él tenía en su memoria. Sabía que en cuanto se quedara dentro de su casa, entre sus libros, sería una palabra más, perdida entre los volúmenes que se deshacían consumidos, poco a poco, por el tiempo.

 

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Máximo Cerdio

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