Estar desarraigado significa no tener en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los demás; ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo.

Hannah Arendt.

He tomado prestado un fragmento del título del libro “Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias” del sociólogo Zygmunt Bauman. Sin embargo, el artículo de hoy no es un análisis del libro, por lo contrario, es un aprendizaje de la profundidad que me ha dejado su lectura.

La modernidad del Siglo XXI es la modernidad del desperdicio, lo desechable, lo banal, lo inmaterial, superfluo y sin arraigo. Es confuso pensar que esto tiene algo de positivo, pero a mi forma de ver es aterrador. Las generaciones de hoy llámese millennials, centennials, Z, etc., buscan la forma de avanzar sin pensar en el futuro, buscan la emoción temporal a partir del consumismo extremo a consecuencia de ser nativos digitales. Somos la generación del cero ahorro, de las cosas momentáneas y que por ende se deben desechar para adquirir algo nuevo que satisfaga la necesidad del momento. No pensamos en la propiedad como garantía de supervivencia o de un futuro claro, somos como el agua buscando la forma fácil y rápida para continuar nuestro camino.

Nuestra modernidad nos orilló a desechar y hoy nos cuestionamos, ¿Qué hacer con los residuos que genera el sistema de vida característico de la modernidad? ¿Cómo gestionar lo que ya no sirve, lo que ya no es funcional para el sistema de vida moderna, aunque en algún momento fue necesario para la propia supervivencia del sistema?

Yo les pregunto, mas allá de pensar en lo material o responder objetivamente las preguntas anteriores, ¿de verdad ustedes no creen que la sociedad, hablando específicamente como seres humanos, desechamos a las personas que no nos han sido útiles en la esfera social o personal? Pensemos en las cárceles, ¿son un bien o un error de la sociedad? Desde mi perspectiva, las cárceles se asemejan más a un vertedero de basura que a un centro de reinserción social, son el error materializado de las sociedades, vertemos lo que no nos sirve, lo que ya no funciona y lo aislamos lo más lejos posible de la sociedad y de nuestras ciudades. Ahora pensemos en los vagabundos, en los niños de la calle. ¿Acaso tenemos interés por ellos, de realmente incorporarlos a nuestro círculo?

Creo que la respuesta se da por sí sola. Y también nosotros como personas, siempre omitiendo y desechando personas que ya no son valiosas en nuestra vida. Jamás queremos resolverlo porque nuestra modernidad así lo dicta: desecha, compra y continua. Es triste pensar en este análisis, pero creo que todo se prescribe así, el arte, la arquitectura, las ciudades, la sociedad, nada es permanente, todo es temporal.

Pienso una y otra vez en este tema, en cómo nos afecta indirectamente a nuestra forma de pensar, de ver las cosas y del actuar diario

Como arquitecto me cuestiono ¿Cómo mi arquitectura puede ser mejor dejando atrás lo superfluo? Es difícil proyectar sin tomar en cuenta la emoción temporal. ¿cómo lograr algo permanente, atemporal y que te llene de emociones cada vez que lo visites?

En otras épocas se ha logrado porque no existía la modernidad que vivimos hoy. Ahí están las pirámides de cualquier parte del mundo o, sin irnos tan lejos, las arquitecturas del Siglo XX: Luis Barragán, Louis Kahn, Frank Lloyd Wright, Le Corbusier, etc., arquitectos que te empapan de emociones.

Finalmente, tenemos que reflexionar sobre nosotros mismo, en nuestro actuar y en el actuar de los demás. A mi manera, creo que solo es cuestión de ser un poco más humano.