Sociedad

Dragones bajo los cerros


Lectura 3 - 6 minutos
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Dragones bajo los cerros


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Viajar en motocicleta me somete a diferentes estímulos que se traducen a sensaciones o emociones, algunas de ellas aterradoras. Usar la motocicleta en el tráfico de la Ciudad de México o en el centro de los poblados es cosa de locos; implica demasiado estrés. Yo no puedo ser un copiloto que vaya distraída en medio de tanto caos. Imagino infinidad de trágicos escenarios. Estoy muy alerta y tensa. Aunque realmente yo no pueda hacer mucho, me tranquiliza poder brindar información de utilidad. También pienso que si me mantengo al tanto podré actuar mejor durante un incidente, pero eso es falso, las cosas suceden a una velocidad endemoniada.

Desconfió de los conductores que se apelmazan y avientan sus vehículos, creyéndose inmortales, para que los demás los dejen pasar. Desconfió porque pocos aplican las normas del reglamento de tránsito. Desconfió porque el universo de los automovilistas en muy agresivo. Un lugar donde impera la imposición del más veloz y violento para poder ganar unos cuantos metros de asfalto y no llegar tarde.

A veces extraño ser ingenua como cuando tenía 15 años y pensar que si me caigo o tengo un accidente en la moto nada pasará. Pero yo sé, con experiencia y dolor propio, que las motos son peligrosas; estamos más vulnerables viajando en ellas. Existimos en este complicado mundo adulto donde hasta para lo más insignificante hay consecuencias: multas, tramites, hospitales, denuncias, demandas, aseguradoras, ambulancias, asaltos, lesiones de por vida y la muerte.

El verdadero disfrute del motociclismo está en las autopistas y carreteras. Allí los vehículos y los desastres no ocupan mi mente. Viajar en automóvil no ofrece la misma magia y los parajes de Morelos, especialmente en época de lluvias, son sitios con muchos encantos naturales.

Es sábado y por la tarde regresamos del club aéreo Vista Hermosa en dirección a Cuautla. La carretera que nos lleva de Tequesquitengo hasta el entronque con la carretera 160 a la altura del cerro del Chumil, es de mis favoritas. Es poco transitada y se ven muy pocas zonas urbanas en su recorrido.

Confiada en la conducción de mi esposo me abandono a las sensaciones placenteras. Puedo extender los brazos e imaginarme volando como las golondrinas que sin temor rozan el suelo.  Oler con una inhalación, larga y casi dolorosa, la humedad de la tierra. Sentir el viento golpeando suave mis brazos. Refrescante invita a la transformación transparente, me deja ser él durante algunos instantes. Trasporto al sol en mi piel y recibo en mis ojos su hechizo para ver de otro modo los alrededores.

¿Mis ojos llevan el verdor a la imagen o la imagen lleva el verdor a mis ojos?

El resplandor de las dunas verdes es piel de reptil, longitud ondulada de saurios. Voy a pintar el día con PANTONE color iguana numero 2272-C. Los peñascos altos y desnudos asoman a los dragones que viven debajo de la piel verde de la tierra. Sus cabezas piedras, castillos en ruinas. Musgo antediluviano guardas debajo de la escama el diente de la maldad. Malévola es esta visión de tu piel verde delirante, de un verde tan amarillo que grita.

Hablo desde un mundo encogido en sí mismo. Una canica verde y esponjada. Dragón enredado en círculo, un planeta, un mundo llamado verde circular, uróboro verde, infinito reptil, repetitiva muerte verde. El dragón es la infinitud sobre si misma enredada. Debajo de la tierra un esqueleto. El esqueleto raíz del demonio que ruge volcán. Hay fuego debajo del verdor; un anaranjado sale de la roca cantando. Aquí la exuberancia del planeta ofidio se extiende al sol para calentarse la sangre.

Duermen muchas lagartijas gigantes bajo nuestra geografía. Profanos recorremos sus respiraciones. Entrelazadas y lúbricas se acomodan tectónicas en el sueño. Ronronean arrullos de árbol las diáfanas esmeraldas. Cada escama puede ser un cerro. Cada cañada una serpiente. Cada caparazón una colina. El verde reptil se me pega al pensamiento. Se meten a mis ojos las texturas abruptas de las concavidades tiernas y tibias de los dragones que obstruyen el horizonte.

Que frío puede ser el verde brillante, una transparente pieza de vidrio lamido por el océano. Siento en mi lengua su frescura de helado color que germina. Un geco danza limones en mi boca. Me hace decirle al dragón que sueño sobre su piel mi vida, y que, en cada curva de carretera, en nuestra carne se diluye un verde diferente, un camaleón, un olor a pastos únicos. Que las ruedas de la motocicleta amplifican su palpitar, su vibración onírica hasta el esqueleto Uno de sus estremecimientos la existencia misma. Escribo verde porque me crecen los cerros en la sangre. Y yo misma ya me siento escurridizo ventarrón serpiente.

Hay un movimiento eternamente lento de mares turquesa sobre los cerros. Reverdece una ola que se balancea, y luego otra, y otra, y cada una tiene su propio ritmo y se mece a sí misma en mis ojos. Suena a sintetizadores que vibran grave el aullido tímido de las hojas. Murmullos de monstruos subterráneos dulcemente quietos. Una tibia verdeza que sonríe cada que es tocada por el viento. Nado en estas carreteras y me siento sirena. Aquí estoy en una profundidad que canta para que me quede en ella para siempre. Cuanto temblor hay en las olas de lo verde, cuanta música se deshace en clorofila.

Hay bestias listas para despertar debajo de los cerros. La cola de un lagarto es el final del Tepozteco, la puedo ver desde donde vivo. Tepoztlán y sus peñas gritan en verde una invitación. Hay bosques viajando en sus aires, hay tentación en ese llamado, de pisar descalza, tréboles y musgo.

El transcurso de un día dura lo que dura el giño del reptil que nos sostiene. Despertará y será una supernova que se extiende. En algún lugar de otra galaxia nos ven como una estrella verde. El espacio está plagado de reptiles que reverberan estrellas.

Hemos llegado al poblado. La carretera se adentra poco a poco al gris de otro monstruo que no me interesa. Volteo y me despido de la ensoñación. La vegetación lejana me hace llorar transparencias de cielos limpios sobre los cerros suavísimos que dejamos atrás. Me suelta el viento, y otra vez, el miedo es mi pasajero.

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Arquitecta, escritora, diseñadora, amante de los animales, la naturaleza y la aventura.

Dayan Casaña

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