-No mijita, a mí nadie me separa de tu padre- dijo en voz baja doña Modesta; mientras con sus manos, marchitas, rugosas y morenas trataba de calentar las de él con pródigas caricias, una extremidad sin pulsaciones que arribaba sin remedio al primer escaño del Mictlán, el “lugar de perros” o "Chiconahupan".
Sin importar el contagio, ella estuvo a su lado día y noche, le daba tés de yerbabuena y jengibre, colocaba una pequeña jerga fría en su frente hirviendo; la falta de aire en los pulmones de Ruperto era la mayor ansiedad de Modesta, su respiración se hacía más corta, y con espasmos de angustia empapados en llanto ella trataba inútilmente de infundir el vital aire que a él le faltaba. El tramo que recorrió mi abuelo desde que se empezó a sentir débil hasta que sucumbió contra la maldita enfermedad fue corta; mi querida abuela me decía que los antiguos, aquellos que acompañaron a Tepoztécatl, sacerdote de Ometochtli, ya sabían del cocolixtli, peste que mató a cientos de miles de naturales en estas tierras desde que llegaron los barbudos hace cinco siglos.
Ruperto tenía tantos años que cuentan conoció al valiente libertador del sur, ese que los convenció de que la tierra es de quien la trabaja; murió el mismo día de la cosecha del maíz en el barrio de San Miguel. Cirios y veladoras, flores y llantos silenciosos, la comunidad lo amaba y respetaba. Modesta limpió su cuerpo, lo frotó con aceite de mirra y lo vistió con sus mejores ropas, y junto con su única hija lo abrigaron amorosamente en una diminuta caja de madera forrada de gris, orlas negras de papel maché y listones plisados.
Después de tres días de rezos y plegarias, Don Ruperto salió de su casa en calle Paraíso, en su último trayecto recorrió Cuauhtemotzin hasta Cinco de Mayo, ya en la plaza descendieron por calle Revolución que se hace empinada a partir de la esquina donde está el Museo Pellicer, de ahí hasta Allende la cuesta hace que el cortejo camine aún más lento. Todo Tepoztlán se detiene al paso del difunto, Don Ruperto estuvo acompañado de música, cantos colectivos y plegarias, arrullos tristes; los amigos y familiares dejan una estela de copal en el camino. Modesta no se detuvo un solo momento, fiel a su esposo lo acompañó hasta el campo santo.
La procesión de un difunto en Tepoztlán ataja el tiempo y la movilidad, es como si quisieran que Ruperto se despidiera de su tierra, calles e iglesias, de sus árboles, el cielo y las aves, de sus montañas. Caminan lento como tratando que el pábilo de velas imaginarias no se apague. La entrada al panteón municipal tiene un pórtico extraño, solo, los muros aledaños parecen tecorrales, y lamentablemente, hoy después de los últimos sismos está semiderruido pues se resiste a caer.
Doña Modesta se quedó hasta el final del entierro mirando la sepultura de piedras y flores; se separaron físicamente por causa de la pandemia, pero ella guarda un amor longevo en su desolado corazón tepozteco.