Camina lento y con dificultad, sus huesos se han vuelto rígidos y la flexibilidad es un recuerdo; la piel convertida en tierra árida tiene muchos surcos, hoy le queda grande y cuelgan pliegues bajo su mentón, es larga su cabellera blanca. Ya no está erguida, sus ojos miran el piso, habla con fuerza pero sale una locución que se detiene, pues las palabras se extravían, pero hay algo que le mantiene viva, la voluntad de estar con la manada y las ganas de vivir. Mi madre es una anciana.
A pesar de que adora dormir, de un salto sale de la cama elevada y calza sandalias para desayunar, la mirada vivaz brilla en una blancura ocular, devora frutas y dos platos pletóricos de avena, tersa la piel que cubre su rostro, una línea continua y plena forma su cuerpo, la esbeltez y la energía son sus aliados, mi hija es una adolescente.
Puntos extremos de la misma madeja, la elasticidad hace comparsa con la dureza, la vitalidad con la experiencia, la agilidad con la lentitud, sin ser contrarios estas sensaciones forman parte de una vida, y en un recorrido capital son complementarios. Ambos y cada una constituyen su propio centro de gravedad, son eje de una elipse que gira, son el centro del mundo.
Suele parecer que la vejez es derrota, y la mocedad plenitud. Los convencionalismos occidentales y las reglas del mainstream acuartelan la condición de hombres y mujeres, de todos. Desde el anhelado encuentro con la fuente de la juventud hasta el desdén por la infancia, la realidad de nuestra condición, cualquiera que esta sea, es tan solo una etapa en la cual cada una posee sus propias virtudes, contratiempos y saberes. El ser que subyace en cada uno es una aventura existencialista, nada más erróneo que calificar el desarrollo natural de nuestro cuerpo con juicios y estereotipos, cada momento trae consigo su propia riqueza.
Sirvan estas reflexiones para abordar dos propuestas artísticas que Elizabeth Ross presenta en Cuernavaca, ellas nos dan luz sobre la condición de la vejez y apuntan la esencia de la vida como el centro del mundo. La primera se denomina “Estirando el Tiempo o cómo no caer en la histeria” que se presenta en la “Estación Morelos” del Museo de la Ciudad de Cuernavaca. Tanto Elizabeth como autora y curadora, José Antonio Platas, Martha Wilson, Marthazul, Sandra del Pilar, Diego Moreno, Sandra Petrovich, Gilberto Chen, Sagrario Silva, Nacho Guerrero, Liu Guoyi, Rosa Borras, Cisco Jiménez, y Sue Williams entre otros y otras plasman en diversos soportes y técnicas la visión de la vejez, no como calificativo peyorativo, lo hacen con una mirada histórica y rigurosa, creativa y sorpresiva, es un escenario de imágenes donde una tira cómica se convierte en alegre aceptación, y la fotografía en beneplácito y orgullo, es el arte entonces una herramienta que pasa por un crisol los deseos más ocultos, los miedos cual zanjas sorteadas con gracia, las evidencias trofeos y nuestro cuerpo una epopeya del cual debemos sentirnos plenos. La riqueza de la propuesta radica en la diversidad, en la búsqueda que se esmera en compartir (nos) la belleza de la piel que a pesar de verse ajada, brilla cuando la boca pliega una sonrisa, igual que los niños cuando sueltan una carcajada.
Así, y en un puenteo involuntario, Elizabeth Ross, en su incansable actividad, cede a la tentación de mostrar al mismo tiempo otra exposición en la ya consolidada Casa Tikal, espacio que dirige con acertada visión Griselda Hurtado. En esta muestra Ross nos presenta una serie de obras de pequeño formato ejecutadas en papel de algodón artesanal, y más allá de la técnica y soporte, su contenido avizora la intimidad de aquellas mujeres mayores y únicas. Pues cómo no saberse el “centro del mundo” si nuestra experiencia se convierte en sabiduría, si la inocencia de un niño es lo que lo hace sonreír a pesar de no saberlo, pues somos eje y núcleo, el universo es nuestro cuerpo, y la vitalidad sostén que da razón al todo. La propia Ross lo dice, y en sus breves obras aparecen colores y estrellas fugaces, colinas y nubes, lagos, tormentas y escampados, son cada obra un universo abstracto que sugiere y reta nuestra interpretación, son, como ella misma lo dice: “…pequeñas pinturas (que) surgen del exuberante ecosistema en el que soy, tanto el metafórico como el orgánico y el subjetivo. Fueron y son mi centro en tiempo definido. Existen porque este lugar en el que ahora estamos de pie, respirando, sintiendo, compartiendo, es el centro de nuestro mundo. Aquí, ahora.” La brevedad de su pintura exalta la belleza y provoca una sensación de placidez, de alegría y confort, pues al mirarlas con detenimiento descubrimos en ellas el centro del mundo, ese que cada uno percibe y narra.
¿Entonces qué es el tiempo?, ¿qué la vejez?, ¿dónde estamos y quiénes somos?, ¿A qué venimos al mundo?, estas y otras preguntas tienen respuesta no solo desde la filosofía o la ciencia. El arte es una herramienta que nos brinda la posibilidad de entender, o sentir nuestra presencia, o más allá de esto, a vivir sin cortapisas, con asumida plenitud.
En un ciclo interminable y aleatorio dos luces se encuentran, de la fusión nace otra, pequeña y resplandeciente. Una inevitable e infinita multiplicidad de cruces y coincidencias suceden siempre, la luna y el sol construyen la escenografía, la nombramos día y noche, el sueño y la vigilia trastocan nuestra rutina, y en un océano eterno de posibilidades cada mañana decidimos nuestro rumbo, las otras alternativas desaparecen, ya no existen.
El tiempo es una construcción mental que satisface nuestra ansiedad, en el momento en que lo asumimos nos metemos en una jaula llena de espejos. Nos miramos y para sobrevivir erigimos peldaños y terrazas, muros y habitaciones, sótanos y áticos. Sin embargo, el espacio limita nuestra existencia y nos convertimos en esclavos de nuestra imagen. Obtener y sentir la libertad está en una llave que abre la cerradura, pero en una empecinada ansiedad por cuantificar nuestro devenir hacemos de nuestro cuerpo una dictadura, y necios guardamos la llave en los bolsillos.
Valga arriesgarme a decir que es el arte es la llave que nos permitirá abrir la cerradura. Por ello habría que dotar a los niños y niñas de herramientas para que al llegar a la vejez reconozcan que la existencia es tan solo una condición, que el inicio y el final son la punta de un círculo que gira, de una línea infinita, la vida.