Abres un cajón de la cocina y agarras un tenedor, sacas del refrigerador un par de huevos que rompes sobre un pocillo y los bates; cortas con un cuchillo jitomate, cebolla y chile, y esa mezcla mexicana la fríes en un sartén, sobre el fuego de la estufa. Cuando está a punto agregas los huevos batidos, y revuelves todo hasta que los huevos están listos; los sirves sobre un plato extendido; jalas una silla y la acercas a la mesa que está en el comedor; comes y bebes, en una taza para café expreso, el café que preparaste en la cafetera italiana. Te encanta el sabor del grano veracruzano. Te limpias los labios con una servilleta de papel mientras hojeas algunos artículos en el periódico; escuchas las noticias a lejos en la radio. El cajón, el plato, el tenedor, el refrigerador, el pocillo, el cuchillo, la silla, la mesa, el comedor, el sartén, los huevos, el café, la taza, la servilleta, el periódico y la radio tienen un propósito, sirven para algo, y quizá, por lo mismo, no reparas en ello.
Nuestros hábitos, costumbres, dependencias y decenas de acciones diarias simplemente suceden, son. Vivimos en un micro universo pletórico de acontecimientos. La mayoría de las acciones responden a alguna necesidad, favorecen nuestros actos, nos brindan comodidad, facilitan las cosas. Pero, ¿todo tiene un propósito?
El mismo escenario contiene otros elementos que no vemos. Desde antes de llegar a la cocina las armonías y cadencias que emite música en la radio te acompañan; el tenedor es de madera y tiene un diseño sobrio, pero bello, te gusta; el plato de barro negro y la olla forman parte de tu preferencia por ese tipo de utensilios elaborados por manos mexicanas; la taza pequeña es única, porque cada pieza fue elaborada por un alfarero. La usas sobre todo por su tamaño y comodidad, además de que es bella. La servilleta de papel biodegradable es de un color neutro; los muros del desayunador son de un verde seco y en ellos colocaste tres grabados que adquiriste hace dos años, los firma Vicente Rojo, los observas cada mañana y eso te pone de buen humor. Disfrutas estar en ese lugar.
La mesa del comedor es de encino americano; es vieja pero sólida; su tonalidad es tu preferida. Las sillas también son de esa madera, son muebles diseñados y elaborados con meticulosidad; son objetos no solo dotados de hermosura, tienen un significado que percibes cada que estás ahí. No piensas, sientes. Por el ventanal que da al jardín ves a tu perro que ladra, te saluda; vuela una mariposa y el sol brilla, es de mañana.
Desde hace tiempo una pregunta te inquieta: ¿para qué sirve el arte? Todos debaten sobre ella y tú buscas respuestas, pero todas te ofrecen versiones distintas, al punto que dudas sobre el sentido de la misma. ¿Debe el arte servir para algo?, escuchas de nuevo tus pensamientos; si aceptas la interrogante que tanta lata da a teóricos y académicos estarás consintiendo que el arte debe servir para algo. Dudas y decides soltar por un momento el cuestionamiento. Pero lo retomas, piensas que el arte, como lenguaje que expresa algo, tiene el propósito de hacernos sentir; solo hay que dejar que su mensaje vibre en nosotros.
La noche anterior leíste un texto de Octavio Paz. Aún recuerdas algunos fragmentos: “El movimiento de los astros y los planetas era para los antiguos la imagen de la perfección: ver la armonía celeste era oírla y oírla era comprenderla”; “…el objeto artístico es una realidad autónoma y autosuficiente y su sentido último no está más allá –o más acá– del sentido; quiero decir: no posee ya referencia alguna”; “…los cuadros de Pollock no significan: son. En las obras de arte modernas el sentido se disipa en la irradiación del ser. El acto de ver se transforma en una operación intelectual que es también un rito mágico: ver es comprender y comprender es comulgar”.
Te levantas con tu taza de café en la mano, sales al jardín y juegas con tu perro mientras fumas un cigarro…