Lugar común es que a los escritores nos gusta viajar. Como en otros temas, en esto también somos exagerados, extremos. He comprobado que viajar es un gusto compartido del gremio, sin embargo, hay autores prefieren no moverse de su ciudad, barrio, casa; viven encerrados en Escritorlandia, dedicados a sus asuntos, sin salir casi.
Dejo a los anacoretas fuera, me quedo con algo más general, aquellos que disfrutamos movernos en el tiempo y en el espacio, como aliciente para vivir-escribir. Supongo que a la mayoría de las personas les gusta o les gustaría viajar, vacacionar, ir a distraerse.
Eso ya es algo agradable, pero iré más allá. Como escritor, que crea historias y recrea ideas, no solo disfruto viajar, sino que por temporadas lo necesito, es necesario, útil, óptimo. Podría verse esto como un privilegio burgués o banal, pero si brincamos sobre los prejuicios que tienen que ver con ingreso o comodidades hallaremos algo más rico para reflexionar.
Me despierto un día en el estudio donde hoy vivo, leo un poco, tomo café, miro la mañana, desayuno y pronto comienzo a trabajar: escribir y editar, básicamente. Puedo trabajar unas 80 horas por semana. Completo con breves salidas cercanas al súper, por un taco o algún trámite absurdo pero indispensable.
Teniendo víveres suficientes, podría pasar hasta 10 días encerrado. Disfruto lo que hago aquí, no me quejo, amo las actividades que llevo a cabo, siento mucho y me comunico con el exterior mediante los dispositivos digitales y a veces en llamadas con mi prima Diana.
El punto no es que este estilo de vivir me duela o me choque, sino que, llega un día en que miro afuera y quiero salir corriendo, no al parque cercano ni a un cine o al Bosque de Chapultepec (buenas opciones en otro momento), sino fuera de la ciudad. Entonces, mi mente comienza a buscar opciones para escaparme un rato.
Disfruto salir desde que lo planeo y es algo que me hace bien. Al permanecer todo el tiempo en mi vivienda llega el punto en que algo en mí se contiene, como si hallara un tope invisible, que me incomoda y hace lento mi actuar. No es una atrofia, sino cierta ansiedad; no es una ansiedad de viajar, pero sí es una ansiedad que viajar alivia.
Si puedo moverme fuera, en un viaje corto incluso, y quedarme allá todo un día o dos o más pasa algo en mi mente, en mi cuerpo y en mis emociones que me refresca, me renueva, me alienta. Mi mente (ideas, imaginación, recuerdos, lecturas, temas, historias) se despeja al mirar una mañana el mundo desde cualquier otro ángulo, sentado por ahí sin saber claramente cómo será el día.
Pequeños viajes, eso es la vida, o podría serlo. Viajar y sentir el aire viejo de otro sitio que en mi rostro se recibe como renovado. Mover el cuerpo hasta nuevos destinos o lugares conocidos y apreciados. Observar por un lapso adecuado otra orografía, diferentes caminos, más edificios y, sobre todo, personas con las que jamás me volveré a cruzar.
¿Qué hago cuando viajo? No soy tan exigente: camino, observo, busco comida local, compro libros, leo y escribo. Si llego de noche (solo o acompañado) descanso y al otro día voy en busca de alimento y de un lugar donde pueda reiniciar mis pensamientos, que con la lejanía de donde surgieron se ven con más claridad. ¡Cuántas veces he vuelto luego a casa con un problema resuelto o con posibles soluciones para algunas de mis libros!
Suelo ir a Cuernavaca una vez al mes a presentar libros, pero también a abrazar amigos y a mis hermanas y sobrinos. Vendo libros, pero descubro nuevos locales de garnachas, además de disfrutar en breve viaje en colectivo. Hace poco fui a Toluca por medio de cablebús y el nuevo tren, un viaje como por Europa o Narnia.
Mañana iré a Tequisquiapan, Querétaro, donde siempre he sido feliz. Me sentaré en su plaza a secarme con el viento frío y comeré al fondo del mercado, donde me gusta. Oiré las campanadas de la idolatría y saludaré a alguien. Además, presentaremos la antología Escondidos de erotismo en el Restaurant Camino a Bremen en el centro, a las 5. Y luego volveré a la ciudad. Gracias.
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