Como otros oficios, escribir tiene sus cosas bellas, agradables, recomendables y positivas, pero también sus bemoles. Hablaré de lo entretenido y de lo duro que es.
Primero las bondades, no pretendo espantar a nadie: el estilo de vida que uno puede establecer es algo que me place bastante: vivir casi siempre al ritmo propio, tanto en lo personal como en lo profesional, con horario a modo y una agenda flexible y llena de emociones, sí, es cool.
Con estilo de vida me refiero a la integración de mi ser y de mi trabajo, en lo que no hay división: mi vida es trabajo, mi trabajo es mi vida; no se entienda esto como una renga justificación del workaholic que nunca descansa, sino como un equilibrio entre querer y deber.
Pongamos una semana: tengo que trabajar varias cosas y las reparto no en una jornada de ocho aburridas horas diarias, sino en varios días, con descansos para no hacer nada o cocinar o hablar con amistades. Llegado el viernes, habré terminado tan o cual asunto (edición, escritura, nuevos proyectos o cosillas personales, como arreglar el baño o surtir la despensa).
Caminar es un hábito que no quiero dejar nunca. Andar por la ciudad a diferentes horas, sin rumbo fijo ni punto al que llegar es significativo: relaja mi ser, tonifica mi cuerpo, alimenta mi espíritu y distrae mis ideas.
Caminar por ahí me encanta, a cualquier hora, solo, nomás porque sí. También busco plazas públicas, donde concurran personas y ocurran cosas, como conciertos de músicos callejeros, teatro salvaje, clowns, bailarines y otras cosas menos show pero igual agradables, como el paseo de personas por parte de sus perros, o gente absurda haciendo cosas incomprensibles, o niños siendo niños aún, o árboles moviéndose con el viento.
Me gusta la algarabía de la calle, el bochinche, el trajín, porque me permite sentirme parte de esta sociedad apestosa y simple, como uno más, sin juicio ni discriminación; de pronto todos somos uno en la vía pública. Por fortuna luego vuelvo a Danielandia, donde la paso bien.
Otro punto bueno de este oficio es darme tiempo para leer lo que se puede considerar mucho, a veces hasta un libro al día; es parte de mi ser y de mi esencia. Lo disfruto como nunca en la vida, en esta etapa algo en mí potencia la lectura de cualquier libro que elija.
¿Divertido hasta aquí? Veamos la sombra: escribir es extenuante, implica pensar, investigar, revisar, escribir y volver a pensar y repensar hasta el hartazgo. De la materia gris de mi cerebro sale el 90% de mi hacer: para escribir, corregir, dictaminar, editar, diseñar o revisar ocupo el cerebro como principal herramienta.
Usar el cerebro es interesante y a la vez agotador. En un solo día puedo trabajar con mi mente hasta 12 horas, algo que a veces me parece insano, pero no voy a parar, ya no tengo duda.
Difícil también es hacer viable trabajar leyendo y escribiendo: lograr que funcione mi mundo interior con el exterior. Es uno de los temas más álgidos entre mis colegas: ¿cómo vivir del arte? Complicado, complejo, arduo. Está cabrón, esa es la verdad, aunque claro que sí se puede.
Vivir del arte es hacer cosas que no son arte: buscar opciones de negocio cada día, asociarte con personas profesionales, impuestos, contabilidad, vender el trabajo propio sin morir en el intento y más.
Más difícil igual es la hipersensibilidad que te hace atraer a ti mucho de lo que pasa alrededor, incluso del pasado o del inexistente futuro. Es duro no tener tiempo para descansar por querer seguir siempre adelante. Es doloroso perder oportunidades en la vida por seguir mi camino. Y es triste alejarse por estar en mí.
Escribir también es la incertidumbre de qué pasará con mis letras hoy y en el incierto después; ignorar si trascenderé con lo que hago o pasaré en blanco la vida. Es cruel dudar de las propias capacidades, hasta de la creatividad, porque el arte no es arte hasta que es algo y eso puede ser frustrante y brutal.
No sé por qué escribí más en tercera persona. Pero como te decía al inicio de esta divagación, vivir de escribir puede ser divertido, mas no fácil. Ya.
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