Un hombre obeso iba parado hasta adelante, a espaldas del chofer. Llevaba una mochila grande y sucia al hombro que obstaculizaba la entrada a los viajantes. El conductor vio su corte marcial, su tez morena y las botas y supo que era un policía. No le dijo nada.
“Bueno, sí. Claro. Se la va a llevar, se la lleva. Gacha la suerte. ¡Y ni madres qué…! ¡Dile que me espero, que no la vaya a vender porque yo la quiero. Ya quedamos. ¡No me la vaya a hacer a mí, porque me lo chingo!”, hablaba por el celular, mientras con su mano derecha, huesuda y con una pulsera y anillos de metal blanco, controlaba el volante del Mercedes, metía velocidades, ponía las direccionales cuando cambiaba de carril y adelantaba o atravesaba las canciones en el estéreo. ¡Tatatatataaaa!
Trombones, trompetas, timbales, Los Adolescentes: Me tengo que ir/ y no es por mí, contigo está mi corazón./ Tomó el amor de mis entrañas/ de mi pecho y de mi alma/ algún día volveré a estar aquí…
El autobús era un enorme gusano con epilepsia en las manos de ese hombre. Los pasajeros tenían que bajar de prisa, porque de lo contrario él se arrancaba o los apuraba con los frenos de aire: “¡Push, push, push, push, push!”.
En las paradas respectivas el piloto arrojaba monedas de cinco pesos al checador, que le gritaba: “¡9:18!” u otra nomenclatura, para indicarles cuántos minutos iba atrasado y qué unidad iba delante de él.
La cabina del automotor estaba decorada con una bandera de Alemania en la parte alta y en el tablero una de Inglaterra, pero a simple vista se podía observar que el operador no tenía sangre europea: era moreno, flaco, con los pelos erectos por el exceso de gel, perfil aguileño. Parado se confundía con un chapulín café.
Cerca de Civac se le cerró un Jetta color blanco con placas del Guerrero. Por más de cinco minutos se le fue acercando a la defensa trasera, a milímetros de golpearlo. Los pasajeros esperaban –ansiosos– que, en cualquier momento, las dos unidades se impactaran y se armara un pleito.
“Este muchacho es un pendejo. Sería bueno que le metieran unos cabronazos”, dijo, entre dientes, una mujer pequeñita y morena.
Para frustración de los pasajeros, el Jetta aceleró y se perfiló hacia la autopista. La ruta siguió rumbo a Plan de Ayala.
Entre el sonido de los frenos y el claxon, que superaba mil veces el mínimo de decibeles permitido, el conductor fue avanzando por entre autos y otras rutas, como un gorila estreñido.
A la altura del mercado Adolfo López Mateos se bajaron diez o 15 personas, el autobús quedó con varios asientos vacíos. Entonces el chofer escuchó los primero acordes de un piano: era su canción favorita en la versión original de Willie Colón. Apuntó a los tímpanos de los pasajeros, subió el volumen y pisó el acelerador a fondo:
En la sala de un hospital/ a las 9 y 43, nació Simón./ Es el verano del sesenta y tres,/ el orgullo de don Andrés por ser varón…
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Hey
Los operadores de rutas son un maleficio para TODA la ciudadanía, por… Compartelo!