El cementerio está dentro del paraje o predio El Maguey, localizado al norte de Cuautla, y forma parte de un conjunto de parcelas de configuración irregular en las que los comuneros y ejidatarios cultivan maíz, principalmente. También hay una barranca seca y más adelante potreros donde todas las tardes los yeyunos de oreja etiquetada se ponen a mugir. Es la orilla del pueblo y desde ahí llegan los perros sin collar al panteón.

El domingo también aparecieron: en la lejanía levantaban la cabeza, y su nariz recibía los más de 200 olores: leche, vacas, estiércol de ganado, muertos, policías, olor a pólvora y también a aceite lubricante para metal y muchos olores más, que los cánidos pueden distinguir como nosotros percibir con nuestros ojos las distintas tonalidades de un mismo color.

Poco a poco se fueron acercando a la periferia de la fosa. Observaron que el número de humanos aumentó y que se instalaban carpas del gobierno del Estado y de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos.

En un principio se aproximaron dudosos, por curiosidad, pero después avanzaron hasta adentro, seguros de que en ese lugar había comida.

Los más de 30 elementos de la policía estatal les compartían todos los días parte de su desayuno flaco, y los animales esperaban a los universitarios y a los reporteros para completar su dieta.

Muchos de los ladrantes hicieron amistad con quienes de manera provisional trabajaban ahí, pero con los que establecieron verdaderos lazos de cariño fue con algunos agentes policiacos: era común ver a los uniformados caminando, seguido por seis u ocho perros, que esperaban trozos de comida.

Uno, especialmente, llamaba la atención. Era de color negro con la cara, el pecho y las patas pintadas de amarillo. Alguien le puso el “Manotas”: tenía las extremidades delanteras enormes comparadas con su cuerpo. Era apenas un cachorro.

Muy juguetón, se acercaba a pedir comida y todos le daban porque movía la cola y se pasaba a restregar en la pierna de las personas: eso era lo más parecido a una caricia que los servidores públicos recibían ahí, en ese lugar de muerte. Un afecto que valía oro cuando se encendían los ánimos entre algunos empleados de la Fiscalía y representantes de la sociedad civil o de la universidad.

Los perros no tenían collar, y mientras llegaba el desayuno o la comida se la pasaban largas horas jugando entre ellos mismos entre los trozos de cañas de maíz secos. Alguno, de vez en cuando, descubría algún ratón o conejo y todos se lanzaban sobre la presa…

Eran ladrantes de pueblo, de las orillas de Tetelcingo. Las primeras veces que les arrojaron comida salían corriendo, pero luego se quedaban parados y comían confiadamente los trozos de pan que les arrojaban. No recibían con la boca abierta los pedazos de tortilla o los huesos de carne, eso sólo lo hacen los perros de departamentos o de la ciudad.

–Cuando abrieron por primera vez la fosa para buscar el cuerpo de Oliver Wenceslao (marzo de 2014), nosotros vimos algunos de estos perros jugando con huesos en el hocico, pensamos que eran restos humanos pero nos dijeron que no, que eran de vacas muertas… También vimos muchos zopilotes dando vueltas justo arriba de la fosa, no había lona como ahora, estaba descubierta –platicó un hombre que acompañaba a Socorro Tlapala Becerro, de 58 años, ex dueño del predio donde se ubica el panteón.

Los perros no tienen idea del tiempo. No saben que pronto terminarán los trabajos en esa zona. Una mañana llegarán, como todos los días, a esperar el desayuno de sus amigos los policías, pero en vez de pan, sólo hallarán el vacío del camposanto.