“Recuerdo que fue en la noche. Estábamos viendo el box y peleaba Manny Pacquiao, no la de diciembre del 2012, cuando Márquez lo puso a dormir con un derechazo en la cara, no, fue otra pelea del filipino. Se escuchó algo como un tronido fuerte. ¡Brommmmm! Entonces salimos a ver qué había pasado, pensamos que era un temblor o algo así. Era el primer horno que se había construido. La bóveda se quebró desde arriba y se cayó en el centro. Ya no se podía reparar, estaba viejito. Se mandó a construir el nuevo –relata Paul (Polo), uno de los artesanos, mientras trata de reparar una máquina de metal, que sirve para alisar la masa.
Yuridia, Noé, Javier, Luis, Luis (hijo), los otros artesanos están en lo suyo en diferentes espacios del taller. Unos amasan, otros mezclan, otros limpian latas o calientan el horno.
Paul dice que este año aunque estos meses son de venta buena, no les ha ido tan bien como en otros años:
“No ha llovido como en otros años. En tiempo de agua aquí llueve mucho y la gente se queda en su casa y le gusta comer pan, pero como no ha llovido y ha hecho mucho calor, el pan no se ha vendido como en años anteriores. De todos modos nosotros sí vendemos, aunque tardamos un poco más. Comenzamos a trabajar como a las nueve, a las diez se prende el horno, ya como a las 12 horneamos, cuando alcanzó 300 grados. Como a las dos de la tarde ya terminamos y como a las tres llevamos las canastas de pan al mercado o los vamos a vender en las calles. Aquí también viene la gente a comprar su pan recién horneado”, explica.
La panadería de los Zúñiga Vargas se localiza en la calle de los Artesanos, muy cerca del centro del pueblo. De acuerdo con los propios panaderos es una de las pocas que aún hornea con leña (de encino, principalmente) y cuyos artesanos mezclan y amasan con las manos; además, trabajan a partir de mezclas y materiales de primera calidad, de acuerdo con la enseñanzas que han sido transmitidas por los abuelos y padres panaderos.
Luis Zúñiga, maestro artesano y responsable de la panadería, explica que él desde que tiene memoria ha estado dentro de la panadería, algunos colegas dicen que “nació entre los costales de harina” y explica que sus padres le enseñaron el oficio desde muy pequeño y él aprendió porque le gusta ese trabajo. De las nueve panaderías que hay en Tepoztlán, ellos se mantienen en el gusto de sus clientes que los han seguido por años:
“Nos conocen, conocen nuestro sabor. Hay gente grande que viene a comprar y niños, jóvenes que nos vienen a comprar. Aunque hay más panaderías y traigan pan de fuerza del pueblo, la gente sabe quiénes somos nosotros. Usamos la materia prima que usaban nuestros abuelos y padres, mezclamos como ellos mezclaban, amasamos como ellos, ponemos los ingredientes en las cantidades que ellos lo hacían, del tamaño preciso y horneamos de una manera particular; todo como lo hicieron ellos y los panaderos de antes”.
Poco a poco, en sincronía y conforme el tiempo va pasando y mete su luz por las ventanas y puertas, los panaderos van dando forma, textura, olor a la harina y van desfilando lo que será, más adelante, un delicioso alimento: tornilos, monjas, conchas, semitas, orejas, cuernos, bollos, niños, polvorones, pachucos, borrachos, birote, bolillos, teleras…
En el momento en que el horno alcanza los 300 grados se cierra, después se limpia y mantiene a temperatura con grandes mosaicos de barro; al horno se le tapa la boca con barro. En el momento justo, las piezas de pan, en latas la mayoría, comienzan a ser introducidos, por clases o tipos, al horno con unas palas de madera. En cuestión de minutos y de acuerdo con un cálculo del panadero, las latas con los piezas comienzan a ser retiradas del interior del horno: los artesanos esperan su salida con guantes en las manos o trapos y las van llevando a los anaqueles para que se enfríen; algunos son azucarados o “decorados con dulces”.
El olor a pan recién hecho casi se puede observar, viaja por los callejones empedrados, toca la puerta de la casa de los clientes y éstos salen rumbo a la panadería de Doña Lencha. Según ellos, serán los primero en degustar ese antojo recién salido del horno, pero están equivocados, hay alguien más que ya probó los primeros manjares.
Cinco minutos después de las 14 horas, los artesanos reciben en el taller una visita esperada: se trata de Jack, un pitbull adulto, de color negro y blanco, que entró por un pasillo moviendo la cola como un limpiabrisa y salió del taller con una telera en el hocico.
“Desde que estaba chiquito venía a la misma hora por su pan. Huele cuando ya está listo y espera a que se enfríe un poco y viene, le damos su pan y se va feliz. Es el primero en probar el pan”, explica Javier Zúñiga.
Los Zúñiga van llenando los canastos de pan, luego llegan los panaderos, que se van a vender casa por casa, con el cesto en la cabeza. Cuatro canastos rebosantes son llevados a vender al mercado municipal a eso de las 16 horas. A eso de las seis de la tarde se acaba todo el pan y el pueblo mágico saca su cobija para dormir.