Alguien les llamó nonatos, pero se trata de algo distinto: los nonatos no llegaron a existir, y estos niños sí vivieron, al menos jurídicamente, es decir, tuvieron un nombre y ahora tienen una tumba. Desde el punto de vista médico hubo “pérdida irreversible de la capacidad y del contenido de la conciencia que proveen los atributos esenciales del ser humano y que integran el funcionamiento del organismo como un todo”.
Cuando era niño supe de la muerte de un bebé de un familiar cercano. Ella estaba embarazada, llevaba ya nueve meses.
El pintor Leonel Maciel dice que estos seres que apenas pudieron respirar se parecen a los viejos moribundos, están solos con su muerte, así estén rodeados de gente, están solos, con la muerte que los espera a un lado. Mientras los niños que vivieron y murieron el mismo día no se dieron cuenta que ya tenían a la muerte a un lado, los viejos ven a la muerte, algunos con miedo se resisten, otros se resignan.
Parece que en estos casos es un poco más fácil acercarse a la idea de lo que es la muerte: un silencio, el último, un vacío que se prolonga y se desbarranca hasta donde acaba el infinito.
El problema, en este caso, es definir la existencia. Existir es latir, ocupar un espacio físico en el universo, en los archivos del registro civil, que alguien sea recordado porque lo pudo haber sido más que por lo que fue, tener una placa de metal en un panteón donde alguien lea: El niño José Pérez Vázquez. Nació el 24 de febrero de 1982 y murió el mismo día. Recuerdo de sus padres. Descanse en paz”.