Mucho hemos dicho ya sobre la tendencia actual de comprar experiencias y no objetos. Para los viajeros, esta es una cultura que cada día toma más fuerza y se va convirtiendo en la regla, dejando atrás el pasado en el que aquellos que nos rehusábamos a hacer lo mismo que todos éramos una excepción. Sin embargo, no en todos los destinos es sencillo vivir la vida como una “experiencia local cotidiana”.
Escribo estas líneas desde un modesto hostal en San Cristóbal de las Casas. Mi intención original era rentar una casita o departamento en el centro de la ciudad. Busqué en Airbnb y las opciones, aunque no eran escandalósamente caras, salían de mi limitado presupuesto, por ello alquilé en este hostal estilo bed and breakfast una de las pocas habitaciones privadas que hay. Aunque sabía que me encontraría en un lugar lleno de viajeros menores de 30 años, lo atractivo del lugar es que cuenta con una cocina muy grande, así que era perfecto para que mis días de descanso los dedicara a experimentar con ingredientes locales chiapanecos.
Ayer fue mi primer día aquí, por lo que el primer sitio obligado era el mercado. Llegué primero a una explanada amplia al aire libre, como una especie de tianguis pero no como los conocemos en el centro del país. Aquí la gente no tiene dinero para invertir en puestos. Los mismos agricultores o las mujeres de las comunidades rurales vienen a vender frutas, verduras, hortalizas, hierbas y legumbres frescas.
Así, directo del productor al consumidor, sin intermediarios hipsters, sin que nadie venga y les explique que son como una enorme “concept store” de las que abundan en la Ciudad de México.
Uno puede notar eso cuando mira sus pequeños montones de sólo una o dos variedades de productos, justo los que pueden cultivar en sus parcelas.
Es verano así que es tiempo de abundancia. Las calabazas más tiernas, de color verde vivo, abundan por aquí. Las mujeres están abriendo las vainas para sacar frijoles tan frescos que casi podrían comerse crudos. El maíz tiene un color único, tanto que no me atrevo siquiera a describirlo. Tocarlo es también diferente. Su textura, su aroma. Es tener un contacto directo con la tierra, que los habitantes urbanos hemos perdido.
Cubetitas llenas de nanches, uvas, mangos, manzanas, membrillos o plátanos, resaltan por sus colores vivos. No hay cosas raras como kiwis, frutas de la pasión o carambolas, pero hay algunas frutas y verduras que nunca llegarán a un mercado citadino, pues son silvestres y sólo aquí han aprendido a cocinarlas.
Aquí la gente viene por sus alimentos del día a día sin tomarse una selfie y poner un hashtag que diga #ConsumeLocal. Uno sabe que está comiendo un producto orgánico no porque tenga una certificación carísima o se venda en un empaque de diseño, sino porque los productores no tienen dinero para usar plaguicidas y siguen empleando técnicas ancestrales de control biológico, claro ellos no saben que se llaman así, sólo las usan porque ese conocimiento se ha pasado generación tras generación.
Muchas mujeres venden tamales, son muy pequeños, igual que su precio. Sólo hay cuatro variedades: Frijol entero, frijol molido, chipilín —que es una hierba de por acá deliciosa— o dulce. Ninguno tiene carne, ni siquiera ese engañoso pedacito que a veces encontramos los chilangos en nuestras guajolotas. Tienen otra consistencia, son más secos y por lo mismo, más sanos también, pues no llevan toda la manteca de cerdo que llevan otros. La manteca también puede ser un lujo, y a veces es lo único de origen animal que las personas de las comunidades indígenas chiapanecas comen en semanas, no por que sean veganas, sino porque son pobres. No digo “escandalósamente pobres” porque para mi vergüenza, la pobreza es algo que a pocos escandaliza en México. Aunque estas personas realmente vivan en condiciones de extrema marginación.
Así que, lo que para alguien de fuera puede parecer un “estilo de vida” ideal, comer frutas y verduras frescas diario o no consumir carne, para estas personas no ha sido una elección, sino la única opción que han tenido desde hace siglos.
Y las consecuencias de eso las puedo ver en otro ejemplo que pareciera no estar relacionado. Busqué un par de vestidos tradicionales para mis sobrinas, que están por nacer. Me di cuenta de que la ropa para niñas y niños aquí es más pequeña. La talla 1 pareciera para un bebé de 6 meses. Claro, si uno lo piensa bien, estas personas toman como referencia a sus propios niños y niñas, cuya talla es bastante menor, derivado esto de una desnutrición tan transgeneracional como su pobreza.
En esta desigualdad radica el verdadero reto de quienes van por el mundo queriendo vivir “experiencias” locales. Y es que la vida cotidiana que yo quiero conocer aquí en Chiapas, no es la de los “coletos” (supuestos descendientes directos de los españoles que niegan haberse mezclado con sangre indígena) que van a los centros comerciales que se han construido en las afueras del pueblo, o al único cine comercial, o a los nuevos establecimientos del centro que tratan de imitar los locales hipsters que han tenido éxito en la Ciudad de México, porque en ellos me siento como el “Mercado Roma” que es todo menos un mercado mexicano real.
A pesar de las riquezas de Chiapas, aquí los viajeros tienen pocas opciones. Todos los prestadores de servicios turísticos ofrecen casi lo mismo: tours a las Lagunas de Montebello, a la Selva, a las Zonas arqueológicas o paseos a caballo por dos pueblos indígenas cercanos. Todos cobran lo mismo y todos son exactamente iguales. No importa cuantos locales uno visite preguntando por los viajes en grupo, todos van a responder exactamente igual. No sé aún si esto es una especie de cooperativa de habitantes locales que han decidido ofrecer eso (eso sería algo bueno aunque sí debería actualizarse un poco pues no ha variado en décadas) o bien, si se trata de algún monopolio semi-disfrazado que le lleva los turistas a las localidades pero quedándose con la mayor parte de las ganancias.
Y es que en una sociedad tan evidentemente desigual como es la chiapaneca, cualquier cosa podría pasar. Tal vez por eso es que servicios como Uber, o las experiencias de Airbnb no han llegado aún a estas tierras, donde por cierto, hay demasiados taxis para el tamaño de la ciudad. Quizá por eso se atreven a cobrar la escandalosa cantidad de 800 pesos por un traslado del aeropuerto al pueblo, un trayecto de aproximadamente una hora. Hablamos de casi 40 euros, que es lo mismo que un taxi cobra por llevarte del Aeropuerto Charles de Gaulle al centro de París.
Así las cosas por acá. Chiapas es sin duda uno de los estados más hermosos de México, sin embargo, poco podrá desarrollarse de manera justa y equitativa mientras mafias como las de los prestadores de servicios turísticos o los taxistas sigan existiendo.
A esto hay que sumarle que el zapatismo se ha vuelto ya parte del branding de muchos establecimientos, que la guerrilla se volvió un asunto de postal (literal, porque se venden más postales de niños y niñas indígenas en condiciones de pobreza que de los paisajes), y el alto riesgo de gentrificación que ya comienza a verse en los restaurantes más nuevos del centro, copias de conceptos foodie estilo Roma-Condesa que podrían poco a poco, robar la magia de este lugar que a muchos nos ha atrapado el corazón.