Terminar un libro es, tal como dicen, como parir un hijo. Sin embargo, cuando se trata de un libro que busca contar una ciudad pareciera que el hijo quiere tener hermanitos desde que nace. Y es que las ciudades son tan infinitas como lo es la diversidad de intereses de sus habitantes y visitantes.
Así que, un poco obligada por las preguntas que me han hecho en estos días en torno al libro que recién escribí sobre la Ciudad de México, descubrí que lo que realmente busco cuando narro las historias de los habitantes de esta gran urbe es hacer un llamado colectivo a la acción.
El verbo correcto tal vez sería apropiar, sí hacer suya esta megalópolis para poderla rescatar de sí misma. La gran ciudad puede ser un monstruo que se expande y arrasa con todo alrededor pero somos nosotros mismos, sus habitantes, quienes podemos contener la furia del monstruo para que volvamos a la vida sustentable que hoy ya no es una elección, sino una urgente necesidad.
En este primer libro me quise apropiar de la ciudad caminando, pero tal vez después lo haga bailando… ¿Por qué no? Si como bien dicen aquí el que no conoce Los Ángeles no conoce México, y me atrevería a decir que tampoco el que no ha ido a la Ciudadela a bailar danzón o al Patrick Miller a las retas de High Energy. Pero ser urbanitas apasionados va más allá del puro gozo. También implica una gran responsabilidad.
Más allá de las noticias alarmantes que nos dicen que seremos de las primeras ciudades en quedarse sin agua potable, ¿qué sabemos de la crisis hídrica capitalina? ¿Nos ocupamos de averiguar de dónde viene el agua que llega a nuestras llaves y cisternas? ¿Nos da igual que en Iztapalapa la gente viva pendiente de las pipas que les permiten llenar unos cuantos tambos mientras nosotros cantamos bajo la regadera? Lamentablemente, tal vez lo que nos dejará sin agua no es más que nuestra terrible indiferencia.
Por eso es que necesitamos actuar pero, ¿cómo vamos a pensar soluciones para rescatar una ciudad que no conocemos? Tener miedo no ayuda, y los prejuicios, menos.
Caminar es el primer paso para rescatar la urbe. Apropiarnos de las calles pisando fuerte. Volver a saludar al vecino, a comprar en la tienda de la esquina, a ayudar a los más vulnerables, a subirnos a la bicicleta. Bajarnos del auto, dejar de tener miedo del contacto con el otro, respetar las diferencias y olvidar los prejuicios. De eso se trata hacer nuestra esta ciudad, con toda su escala de grises.
La semana pasada tuve el infinito placer de conocer a Charles Montgomery, autor del libro Happy City: Transforming Our Lives Through Urban Design y fundador de la consultoría The Happy City. En su libro dice algo muy interesante:
"La ciudad no es simplemente un depósito de placeres. Es el escenario en el que luchamos en nuestras batallas, donde representamos el drama de nuestras propias vidas. Puede mejorar o corroer nuestra capacidad para hacer frente a los desafíos cotidianos. Puede robar nuestra autonomía o darnos la libertad de prosperar. Puede ofrecer un entorno navegable, o puede crear una serie de guanteletes imposibles que nos desgastan diariamente. Los mensajes codificados en arquitectura y sistemas pueden fomentar una sensación de dominio o impotencia”.
Entonces sí, caminar y vivir la ciudad es importante pero también es cierto que hay ciudades donde los derechos de las personas que las habitan, particularmente cuando son peatones, han sido prácticamente anulados debido a políticas públicas que favorecen el uso del automóvil o bien, falta de planeación urbana que les ha vuelto inseguras y poco disfrutables.
Un ejemplo de esto es la falta de áreas verdes en las grandes urbes y cómo todo cambia cuando se decide invertir en recuperar espacios públicos o crearlos con ayuda de vegetación. Simplemente el agregar verde al paisaje vuelve a la gente feliz, la hace estar más tiempo en la calle, la motiva a hablar nuevamente con sus vecinos y, por ende, empieza un círculo virtuoso de felicidad pues la inseguridad se reduce cuando la gente se apropia de sus parques, banquetas y bajopuentes.
Montgomery me dijo algo que realmente me hizo sentir que escribir sobre el placer de ser feliz mientras camino —o bailo— por distintas ciudades tiene todo el sentido puesto que todo está conectado. “Nacimos para movernos, no para ser transportados”, es lo que Charles me enseñó. Y ahora estoy convencida de que, una ciudad diseñada para que la gente se mueva libremente será un lugar habitado por personas más felices.
Salgamos a la calle, dejemos el smartphone en casa y volvamos a ser solo caminantes urbanitas en busca de identidad. Dejemos que la ciudad nos abrace y luego, con todas nuestras fuerzas, abracémosla también. No hay rescate posible de lo que no conocemos, ¿no creen?