La primera vez que estuve en ese lugar jamás pensé que años más tarde se iba a convertir en el símbolo de mis recuerdos y también de todas mis frustraciones. Pero la verdadera primera vez que estuve allí ni siquiera fue de cuerpo presente. Aquella esquina me cautivó aún antes de pisarla y andarla. La ví en una película y sentía como si yo perteneciera a esa acera en la que la protagonista caminaba acelerada describiendo todo a su paso para regalar su mirada a un invidente y transformar no sólo su día, también su vida.
Lamarck Caulaincourt es el nombre de la estación del metro a la que llegué en mi tercer viaje a París, hace ya casi cinco años. Cuando elegí el hotel donde me hospedaría no sabía que estaría justo a un lado del lugar donde se filmó una de mis escenas favoritas de Amélie, la película que llevó a millones a pisar las calles de Montmartre al menos con los zapatos del deseo.
Nunca sé cómo se llama cada una porque el nombre Lamarck Caulaincourt en realidad es compuesto, es decir, una de las calles que rodean a la estación del metro se llama Lamarck y la otra, Caulaincourt. Una está escalinatas abajo, frente a la estación del metro donde Amélie deja al personaje invidente iluminado por la experiencia que ella le ha regalado en apenas unos minutos y la otra está, escalinatas arriba, justo donde yo salía cada mañana para cruzar la calle y entrar al pequeño bar donde desayunaba un espresso y un croissant. No creo que me importe determinar el nombre de cada calle, para mí esas escalinatas donde exactamente en medio siempre se podrá leer el letrero rojo del metro parisino que hace que aunque pasen los años, esta calle sea icónica del paisaje de Montmartre.
Y es que este es el único letrero rojo que yo recuerdo para una estación de metro parisino. El resto tienen ese color verde viejo, añejado y nostálgico que incluso aquí en la Ciudad de México podemos recordar si vamos a la estación Bellas Artes, cuyo letrero fue justamente un regalo del gobierno francés para nuestra ciudad.
Lamarck Caulaincourt es especial no sólo porque a través de la historia de Amélie despertó mi deseo por París, por estar ahí algún día, sino porque ahí viví momentos especiales siempre. Una y otra vez. Esa esquina me fue construyendo una historia con la ciudad de mis amores.
Por ejemplo, gracias a las fotografías que tomé en aquel viaje donde me hospedé en el hotel Roma Sacre Cœur empezó una amistad que ha traspasado las fronteras, la distancia y el tiempo.
Meses después de que yo estuviera en esas icónicas escalinatas y subiera las fotos de mi viaje a mi cuenta de Instagram, comenzó a seguirme y a conversar conmigo un personaje “trés sympá”, como dicen los franceses. En su cuenta sólo dice que se llama Mr. Joe, y creo que su nombre es Joel pero en realidad nunca me importó. Para mí comenzó a ser simplemente Mr. Joe. Él vivía en París y aunque su aspecto físico no era el de un parisino y más bien era similar al de un norteamericano fanático de las malas hamburguesas, lo cierto es que había nacido en París y, como yo, profesaba un honesto y profundo amor por esta ciudad.
¿Por qué mis fotos le llamaron la atención?, simple. Él estaba entonces eligiendo el apartamento que iba a comprar para mudarse. Y lo compró ahí, a unos pasos de las escalinatas que a mí me habían marcado.
Mr. Joe no me conocía pero podíamos hablar del sabor de los croissants de aquel lugar en cuya barra ambos tomamos café cada mañana, tal vez al mismo tiempo y sin saber que existíamos.
Dos años más tarde, después de muchos likes en instagram, muchas conversaciones e intercambio de fotografías, finalmente Mr. Joe y yo nos conocimos personalmente. Nos citamos no en ese café pues no abría por las noches y era el único momento en el que las apretadas agendas coincidirían. Pero sí en un bar que estaba en contra-esquina, justo a lado de la estación del metro.
Aunque en aquella ocasión ya no estaba hospedada en Montmartre y ni siquiera había ido puesto que aquel era un viaje de trabajo con una agenda apretada, poder conversar en la vida real y no a través de un dispositivo móvil con alguien con quien sin imaginarlo tenías tanto en común me emocionaba, así que me enfilé a la puerta del departamento de mi sobrina, en la región de Courveboie bien envuelta y protegida contra la constante lluvia de primavera que caracteriza el clima parisino y decidida crucé el Sena para llegar al metro y de ahí, moverme por la enmarañada telaraña de sus líneas hasta llegar al punto de partida de aquella amistad y de mi vínculo con París: Lamarck Caulaincourt.
La velada fue agradable, Joe lo era, pero sobre todo, desde entonces supe que siempre esa esquina, de día o de noche, con el bullicio de la hora pico matutina o el frío de la terraza donde no pudimos tomar la cena por culpa de la lluvia, sería el lugar donde yo había enterrado mi corazón y al que siempre, cuando me siento triste o fuera de lugar, voy a querer regresar.