Era la primavera del 2013, en esa semana que Milán se transforma en el punto de encuentro más importante para los diseñadores industriales e interioristas del mundo. Aunque oficialmente se trata del Salón Internacional del Mueble, en el mundo entero esa semana que cada año oscila entre los meses de marzo y abril, es conocida como “La Semana del Diseño”.
La ciudad es una locura, todo gira alrededor del diseño. Mi labor ahí era entrevistar diseñadores, asistir a las presentaciones mundiales de las nuevas colecciones de mobiliario, objetos y espacios. El plan era perfecto. Llegar a Milán, trabajar intensamente de lunes a viernes y el sábado escapar a Venecia, que está a poco más de dos horas en tren.
Sin embargo, las cosas se salieron de mis manos. Las jornadas de trabajo pasaron de ocho a 12 y hasta 14 horas seguidas. No había descanso, ni tiempo para comer. Confieso que la comida italiana no es mi favorita, así que yo era muy feliz comiendo paninis que dejaba a la mitad mientras escribía, editaba fotos y alimentaba redes sociales.
El viernes por la noche me di cuenta de que aunque había recorrido hasta el último rincón de Milán, realmente el trabajo me había absorbido de tal modo que podía hablar de cada aparador, cada mueble, cada objeto, pero no sabía nada de la ciudad. Había pasado corriendo por el famoso Duomo y había asistido a más de 10 cocteles y conferencias de prensa en Vía Tortona, pero sentía que no conocía la ciudad. Fue así como decidí dejar para el siguiente viaje el plan de ir a Venecia y concentrarme en conocer Milán el último día que tenía para hacerlo.
Pero en la madrugada del sábado, le comuniqué a mi editora que no había logrado tener una nota que me pedía sobre los nuevos diseñadores chinos que estaban en Milán marcando tendencia. Ella me dijo que esa nota era imprescindible, así que no pude dormir de la angustia. Tras tocar la puerta de mis vecinos de hotel, a quienes les vi pinta de chinos, en mitad de la noche, por fin supe dónde encontrar a los diseñadores que buscaba en medio de esa gran Torre de Babel.
Así, la mañana del sábado volví a Vía Tortona, con la única y exclusiva misión de conseguir esa nota. A las 2 de la tarde, por fin la había obtenido. En ese momento me di cuenta que tenía taquicardia. Resulta que había dos patrocinadores en la congestionada calle. El primero era Coca Cola. El segundo, Red Bull. Y suena lógico, sin uno necesita algo en esa vorágine de acción, es estar despierto.
Pero parecía un zombie. En cada esquina que una edecán me ofrecía alguna de esas bebidas, sólo estiraba la mano y la bebía de un trago, mientras continuaba mi búsqueda. Cuando tomé conciencia de la cantidad de taurina y cafeína que le había introducido a mi torrente sanguíneo me asusté… horas más tarde, lo agradecí.
Mi viaje de trabajo había terminado. Eran las 2 de la tarde y me quedaban menos de 14 horas antes de salir hacia el aeropuerto para volver a México. Sin pensarlo mucho, saqué fuerzas desde el fondo de mi sobredosis de bebidas energizantes y crucé corriendo el puente peatonal que me separaba del tranvía. Al subir, no pregunté hacia dónde iba. Sólo si el boleto que traía en el bolsillo de mis jeans me servía para abordarlo.
Me sentí liberada, y mareada. Parecía que había corrido un maratón. Había acumulado 75 horas de trabajo casi continuo. Apenas si había dormido tres o cuatro horas cada noche y por fin había terminado. Cualquier persona habría corrido a su habitación de hotel, a tomar una ducha, botar la ropa sudada y descansar un poco. Pero yo no.
La ansiedad que sentía era inusual, supongo que seguía intoxicada. Decidí que mis últimas 12 horas en Milán serían para no volver a mirar un sólo aparador de muebles y conocer por fin la ciudad a la que le había dedicado seis días de trabajo incesante.
Miré por la ventana del tranvía y descubrí una mesa, unos comensales y cerveza. Tal como lo haría Homero Simpson, me bajé del tranvía babeando por un sorbo de esa bebida dorada que me sabría a sangre de los dioses. Después de cinco días de lluvia, Milán me abría los brazos con un día soleado y caluroso, el primero de esa primavera de 2013.
Llegué al bar, pedí una cerveza y un plato enorme de jamón serrano con laminillas de queso mozzarela y arúgula. Bebí y comí lentamente, disfruté cada bocado, cada sorbo. Observé que en la esquina de a lado, aparecían uno tras otro, felices turistas devorando helados gigantes. Terminé mi comida y supe a dónde debía dirigirme, aunque seguía en estado zombie.
Al doblar la esquina, sólo guiada por los comensales de helado, me encontré de frente con Navigli, uno de los distritos más pintorescos de la ciudad que, hasta entonces me había parecido bonita pero sin personalidad. No me había seducido como Lisboa, mucho menos como Roma, ni hablar de París. Pero Navigli fue como un bálsamo para mi alma. Dejé de ser un zombie y volví a sonreír.
Navigli fue el principal puerto fluvial de Italia a finales del siglo XIX. Los canales que abrazaban el centro de la ciudad fueron vaciados en el año 1930 y desde entonces perdura una cierta nostalgia por el espíritu porteño de esta ciudad. Navigli es eso, un rincón para darle oportunidad a la nostalgia de saciar su sed. Es como un viaje al pasado del amor histórico de los italianos por la estética y la belleza. Casas populares de piedra con balcones de estilo romántico y puentes de madera que conectan a los pequeños bazares para los amantes de lo vintage.
Navigli me dio la energía suficiente como para continuar y llegué caminando hasta el centro. Recorrí el Corso Vittorio Emmanuel, la plaza del Duomo y luego supe que tenía que ir hacia Garibaldi, la zona de bares y fiesta. Sólo me detenía un poco para comprar algunos regalos, y hacer algunas fotos. Cuando sentía que el cansancio me iba a vencer, entraba a algún local y me comía un chocolate, me sentaba en la banqueta y luego, a seguir. Volví a mi hotel a las 2 de la mañana, apenas con tiempo para empacar y salir al aeropuerto. Mi vuelo partía a las 6 y tendría todo el camino de vuelta para dormir. Mis pies estaban destrozados pero hoy que no puedo caminar temporalmente, agradezco que ese día tuve dos piernas sanas y un espíritu aventurero que no se cansa… y claro, ¡un patrocinio de taurina y cafeína!