Era verano cuando me enamoré de la persona a la que le debo mi pasión por viajar. Ambos nacimos un 23 de agosto, así que para 1996 decidimos celebrar nuestro cumpleaños de la mejor manera posible: con un viaje.
Era la segunda vez que viajábamos juntos, pero la primera había sido por trabajo y en ese viaje a las maravillosas playas de Baja California Sur, nos enamoramos.
Así, el 23 de agosto de 1996 yo desperté con 22 años de edad en un hotel típico mexicano de la ciudad de Oaxaca. Esa fue la primera vez que hacía un viaje sin tener planeado hasta el último detalle. Era el típico viaje de enamorados donde comes cuando tienes hambre, bebes cuando tienes sed y amas, todo el tiempo, en todos los rincones.
Por primera vez experimenté la diferencia entre ser turista y ser viajero. Mi compañero se levantaba y salía a comprar café y pan al mercado, como si viviera allí. Yo prendía la radio local y sintonizaba una estación donde se escuchaba música “del mundo”, algo que estaba muy de moda entre los que nos gustaba llevar la contraria a las tendencias pop en los lejanos noventas.
Nunca teníamos prisa, caminábamos por las calles tomando fotos a la gente, a las casas, a la vida de Oaxaca, sin mayor pretensión que atrapar los momentos de felicidad, como si quisiéramos compartir el amor y la devoción que sentíamos el uno por el otro.
Cuando miro a la distancia aquel viejo amor, creo que me enamoré de su espíritu libre. Por ello, años más tarde, cuando ese espíritu se extravió, se llevó con él mi amor y la separación fue inminente.
Durante el viaje anterior, trabajábamos en el rodaje de un documental sobre el desierto de El Vizcaino en Baja California Sur. Fue un trayecto en carretera desde la ciudad de México que incluyó escalas significativas en Mazatlán, La Paz, Guerrero Negro, Loreto, Santa Rosalía, Guaymas, Hermosillo y Nogales. El trabajo cotidiano nos llevó a conocernos y a enamorarnos. Uno de los momentos que más recuerdo, fue una noche que cenábamos tacos en algún pueblo sonorense y en el equipo de producción comenzamos a hablar de lo que extrañábamos de nuestra amada ciudad de México.
Yo extrañaba a mi perro, el sonidista a su hija, el asistente de producción a la vida cultural y social de la ciudad, el asistente de cámara a su novia, pero el fotógrafo —que después se volvería mi compañero de vida— no extrañaba nada. Decía que todo lo que le importaba estaba con él en ese momento. Su cámara, una copa de vino y un viaje. No necesitaba nada más.
Yo quería eso, ser un espíritu libre y creía que a su lado podría serlo. Durante los siete años que duramos juntos conocí todo México y tres países de Europa. Aprendí a comer sin prejuicios, a no extrañar nada, a asimilar que mi casa es el lugar donde en está mi espíritu nómada, por tanto, aprendí a tratar cada cuarto de hotel, cada cabaña, cada choza, cada habitación rentada o prestada y hasta cada campamento, como un hogar.
Aprendí a hacerme amiga de quienes se volvían mis vecinos, ya sea por una semana o por un mes. A tener a mi marchante en el mercado local, a saludar a quien me vendía el café y el pan cada mañana. Aprendí a odiar los resorts que te hacen sentir en un paraíso frío, sin identidad propia. Acepté que viajaba para sentirme viva, no para descansar ni para sentirme confortable. De hecho, desde entonces algo muy dentro de mí rechaza la palabra confort, en los viajes y en la vida.
Han pasado 18 años y ese espíritu viajero que nació aquel 23 de agosto en Oaxaca, con sabor a tasajo y mole negro cumplió su mayoría de edad. En todo este tiempo, ese espíritu se ha alimentado lo mismo de las enseñanzas de una anciana frente a un fogón en la selva de Chiapas que de la lujosa hospitalidad de empresarios acaudalados en el norte de Francia, sin olvidar por supuesto las risas de aquellos niños que nunca lograron que mis torpes manos armaran un avión de papel para volarlo desde el cielo de la Favela de Santa Marta, en Río de Janeiro.
Ese espíritu sediento de aventura y escurridizo ante cualquier posibilidad de cadena, es el que me hace en cada viaje, llegar a mi habitación, desempacar por completo, llenar los cajones y poner algo de mí en el buró. Mi libro favorito, una foto de mis hijos, mi perfume.
Soy una nómada, víctima del síndrome de abstinencia de aeropuertos, de la nostalgia por las carreteras. Mi vida es una road movie que no puede detenerse. He aprendido a viajar sola, por el mundo y por la vida, porque no es fácil encontrar espíritus iguales, en tiempo y circunstancia, para compartir el camino por el que nos lleve el viento.
Cuando puedo viajo con mis hijos, con mi familia, con mis perros. Pero muy en el fondo, aunque suene terriblemente egoísta, nada me hace más feliz que moverme sola por el mundo.
Tengo raíces, pero no me atan. Se cuál es mi lugar en el mundo, pero algo me dice que aún debo oler, degustar, escuchar, admirar y sentir muchos lugares antes de llegar al que el destino haya elegido para quedarme.