Y aunque ser voluntaria recolectora de uvas Cavernet Savignon y Pinot Noir en Epernay sigue siendo uno de mis viajes pendientes, tuve la oportunidad de conocer tan hermoso pueblo de la campiña francesa el pasado mes de febrero.
Epernay está a menos de dos horas de París, así que amablemente un chofer muy caballeroso pasó por mí al hotel donde me hospedaba, en el barrio parisino de Montmartre, para llevarme por carretera hacia la región de Champagne, al norte de Francia.
Pude saber que ya estábamos cerca cuando a mi alrededor comenzaron a aparecer los enormes campos cubiertos de viñedos. Era invierno, no había uvas. Ahora en septiembre esos mismos campos están repletos de racimos jugosos que cientos de voluntarios de todo el mundo recolectan para luego pasar a la vendimia.
Pero en febrero, a mi alrededor no había más que campos verdes y paisajes que evocaban ese esplendor francés que desde hace tiempo me ha fascinado. Escuché en voz de mi guía una leyenda: corría el año 650, Saint Nivard, el quinto obispo de Reims, iba de regreso a la ciudad igual que yo lo hago en este momento. Al pasar por Eperney, cansado por su largo viaje, se detuvo y dormitó recargado en un árbol. Una paloma apareció en sus sueños, pero estaba en llamas, sobrevolando el árbol donde él reposaba. Al despertar se percató de una presencia que lo perturbó: la misma paloma volaba por encima de su cabeza. Para el obispo aquella fue una señal divina que le indicaba que en ese lugar debía construir una nueva abadía.
Así fue que aquel Obispo fundó uno de los sitios más hermosos de la región de Champange, la abadía que me recibe al bajar del auto, sobre las colinas de Hautvillers, apenas a poco más de dos horas de París. Se trata de una tierra fértil y cuna de las mejores uvas, blancas y negras, con las que se hace el mejor vino del mundo.
Casi un siglo después de la epifanía que narra la leyenda, a mediados del siglo XVII, el monje Dom Pierre Pérignon tomó un vino ordinario y lo añejó en botellas cerradas con un corcho. Así, le dio cuerpo y espíritu, con lo que esta región francesa ingresó a un nuevo mundo, y obtuvo su privilegiado sitio en el mapa.
Dom Pierre Pérignon es considerado por muchos el padre espiritual del champange. Durante 47 años innovó y creó los más importantes conceptos del método champenoise. Obsesionado por la perfección, este monje inventó técnicas precisas de viticultura para mejorar tanto la calidad de las uvas como las técnicas para mezclarlas y prensarlas, logrando con ello obtener vinos blancos a partir de uvas tintas.
Después de unos minutos de recorrer caminos de viñedos, por fin llegamos a Epernay, que se considera la capital de Champagne. El paisaje está compuesto por grandes mansiones privadas de estilo renacentista clásico, que hoy en día albergan a las más prestigiosas casas productoras de vino espumoso en el mundo, y dan cuenta de lo suntuoso y fructífero de este negocio.
Arribamos al hotel Moet et Chandon donde una deliciosa recepción aguardaba por mi. Un menú compuesto de quesos, ostras, trufas negras y caviar para degustar cuatro diferentes añadas de Dom Pérignon, guiada ni más ni menos que por Richard Geoffroy, chef de cava de la más prestigiada marca de vino del mundo.
Ese viaje fue el principio de 2014 y, por tanto, el inicio de mi festejo por mi cumpleaños número 40. Cuando comenté eso con mis anfitriones, justo al momento de pasar al plato fuerte, trajeron algo que sigo recordando como la experiencia sensorial más grata: una botella de Dom Pérignon vintage 1976. Una bebida con 38 años de añejamiento en botella que sería abierta en mi honor, para darle la bienvenida al año en el que yo estaría cumpliendo cuatro décadas de vida.
Jamás me sentí más honrada. El sabor de ese vino vintage me atrapó. 38 años de espera para llegar a mi paladar. La sensación fue indescriptible.
Antes de eso, ya habíamos degustado de dos botellas de diferentes añadas. Con el postre llegó el colofón: un Dom Perignon Rosé, cosecha 2003. Perfecto maridaje para el mouse au chocolat que el chef preparó para nosotros.
Uno de los anfitriones había vivido en México por dos años, y el fotógrafo francés que me acompañaba también, pero por 10 años. Ambos habían vivido en las colonias Condesa y Roma, en la ciudad de México, igual que yo.
Así que después de beber cuatro botellas de Champagne, una por cada tiempo de la suculenta comida, aquello parecía más una tertulia de amigos en algún bar de la avenida Álvaro Obregón que una comida en uno de los lugares más lujosos de Francia.
Pero aunque la comida había sido maravillosa y los efectos etílicos de las burbujas ya hacían efecto en mí, aún me faltaba lo mejor.
Nos trasladamos hacia la Abadía de Hautvillers, a unos minutos de allí. Se trataba del lugar mismo de la leyenda, ahí donde el monje había descubierto la magia de hacer el mejor vino del mundo. No es un lugar abierto al público, sólo se organizan visitas para visitantes distinguidos, según me explicaron mis anfitriones.
Pero ese no es el mayor tesoro y para ir detrás de él, volvimos a Epernay. Debajo de las calles y mansiones que ya me habían maravillado, existen más de 100 kilómetros de pasajes subterráneos que almacenan miles de botellas que esperan pacientes a que los expertos enólogos decidan su destino.
Mientras recorría esos pasillos con penetrante olor a tierra mojada, de oscuridad seductora e infinito misterio, comprendí finalmente lo que había aprendido un par de horas atrás al charlar con Richard Geoffroy: que un vino puede compararse con una persona, con la presencia, el esplendor, y la energía que proyecta.
Andanzas en Femenino
Lectura 4 - 7 minutos
De uvas, campiña y burbujas
Arrancó septiembre y en Francia llegó el momento esperado por muchos. Son tiempos de vendimia en la región de Champagne. Se trata de la región más al norte donde aún puede ser cultivada la vid. Un lugar privilegiado porque justo allí, el monje Pierre Dom Pérignon descubrió la forma de producir el vino más exquisito del mundo y obtener ese toque burbujeante que lo hace único.
Inicia sesión y comenta