Omar y yo nos encontramos en una página de citas en internet. Comenzamos a intercambiar correos electrónicos, después nos hicimos amigos en Facebook y luego, no se ni cómo, hablábamos por teléfono a diario. No había pasado ni un mes siquiera cuando yo ya había comprado un boleto de avión a París para ir a conocerle.
Viajé en enero de 2014, el año en el que yo cumpliría 40 y él 50. Así iniciaría los festejos por el nuevo ciclo de vida, con todas las ganas de por fin, encontrar el amor.
Pero conforme más nos conocíamos, la distancia se sentía más cruel. Yo quería estar presente en su mente así que decidí que un presente llegara a sus manos antes que yo. Quería regalarle una historia de amor, que tuviera como escenario París.
Así decidí por fin leer Rayuela, mientras mi sobrina buscaba en las librerías de París la versión en francés de la famosa novela. La encontró pronto, con el nombre de Marelle. Me informó el precio y dónde conseguirla. Yo estaba tan involucrada en la historia que decidí esperar y entregar el libro personalmente.
Inspirada mucho más por la vida de Amélie Poulain que por la de la Señora Colomier, la vidente húngara del capítulo 155 de Rayuela que vivía en la Rue des Abbesses, cuando por fin llegué a París, me hospedé en el distrito 18, en la parte baja de la colina de Montmartre.
Mis primeros paseos fueron por los alrededores. Omar estaba fuera de la ciudad por trabajo, así que habíamos acordado que los primeros tres días yo tendría mi propia agenda. Muy cerca de mi hotel estaba la Rue de Clichy, la misma en la que según Cortázar estaba ubicado El Palermo, un cabaret frecuentado casi exclusivamente por sudamericanos y donde supuestamente La Maga conoce a Gardel, tal como lo relata en el capítulo 111.
Al día siguiente, mis pasos se alejaron más y me llevaron hasta el punto donde todos los enamorados se detienen en París para colocar un candado y así sellar su amor. Yo soñaba con que Omar y yo pudiéramos poner un candado con nuestros nombres, eso antes de saber el daño que esta costumbre de turistas hace al patrimonio arquitectónico de la ciudad.
No pensaba en libros, como lo hacía la Maga cuando Horacio Oliviera le explicaba con poca paciencia sobre la psicología de les clochards a quienes La Maga siempre quería poner un final feliz en el capítulo 108.
Y pensando en aquellos vagabundos parisinos, de los que supe por primera vez gracias a la película Los Amantes del Puente Nuevo en los lejanos noventas, llegué al Pont Neuf, el mismo lugar donde La Maga miraba correr las péniches en el capítulo 4, mientras jugaba con la cabeza de Oliveira que refunfuñaba, como siempre que no quería ser tratado en modo infantil.
Pasaron los tres días y yo esperaba que Montmartre fuera el escenario de mi anhelado encuentro romántico, pero no fue así. Una promesa, y luego otra, y luego otra más. Excusas, disculpas, llamadas, rodeos. Lo cierto es que después de tres cancelaciones y una última llamada de madrugada lo único que pude percibir del otro lado del auricular, era miedo.
Colgué el teléfono y salí a adueñarme de las calles que quería recorrer tomada de su mano. Abordé el metro, quería correr, andar, caminar hasta que mis pies tuvieran llagas cuya sangre dejara huellas en París.
Sentía lástima por él y su miedo, y la sentía en el mismo lugar que La Maga la sintió por Oliveira al verlo ataviado de su preciosa camisa azul, descrita con maestría por Cortázar en el capítulo 20. Estaba allí, detrás de Notre Dame sola, sintiendo lástima por el ausente temeroso que no había querido acudir allí para tomar mi mano y pasear por París.
Caminé por la orilla del Sena, justo a la misma altura en la que La Maga revela a Horacio que lo mejor sería tirarse al río. Y me reí. En medio de la triste lástima, me reí pues recordé la respuesta de Oliveira: “pero si vos nadás como un cisne”.
Y claro, yo también nadaba como un cisne y tirarse al río no sirve cuando una se ha vuelto una sobreviviente crónica de si misma y sus arrebatos.
Agotada, volví a mi habitación en Montmartre. El teléfono me despertó de madrugada. De nuevo él, disculpándose, pidiendo una última oportunidad. De cena romántica idealizada habíamos pasado a un apresurado desayuno antes de mi última mañana libre en París.
A la mañana siguiente tomé una ducha caliente y me vestí sin ilusión. Con los ojos tristes y el alma apagada. Sabía que no llegaría, o lo que es peor, lo prefería. No quería que aquella ilusión terminara en un frío y apresurado almuerzo en el bar de mi hotel. Decidí no esperarlo, tomé mi abrigo y caminé. Subí al metro y me alejé.
Era mi último día en París y siempre había evitado la zona opulenta de la ciudad pero esa mañana me dirigí a la Ópera y entre en el Café de la Paix, uno de los tantos cafés donde Olivieria veía pasar su vida.
A manera de despedida, sin pensarlo mucho, decidí enfilarme hacia la zona de Belleville, como La Maga cuando miraba aplicadamente el suelo buscando un pedazo de género rojo, con los ojos vidriosos, en el capítulo 1. Yo también buscaba señales, en vecindario que colindaba con la casa de aquel a quien había ido a conocer y que finalmente no había querido encontrar.
Y lancé piedras al Canal de St Martin, igual que lo hacía Amélie, aunque hubiera preferido besar a Omar junto a las barcazas, como hacía La Maga con Oliveria. Como él lo recuerda mientras muere por buscarla, en el capítulo 21.
Y tal como lo hizo Cortázar, cuando eligió su tumba en Montparnasse mucho antes de morir, esa tarde yo elegí al canal de St Martin, hogar de las piedras arrojadas por Amélie y de los besos derrochados por La Maga, como mi última morada, dentro de muchos años cuando sea el descanso de la muerte y no la ilusión del amor, quien me lleve de vuelta a París.
Recomendación de la autora: si después de leer este texto se quedó con las ganas de saber más de la locura e intensidad de La Maga y Horacio Oliveria, es hora de leer o releer Rayuela. Para enamorarse de París y de Cortázar, nunca será tarde.