Inevitablemente la noticia me llevó a preguntarme, ¿qué tan cerca está nuestra vida de la madre tierra? Lo que comemos, lo que consumimos, la forma en la que invertimos el tiempo, lo que leemos y lo que estudiamos, incluso los lugares a donde viajamos, ¿nos alejan o nos acercan a la naturaleza y nuestro origen?
La reflexión no es gratuita, yo me considero un corazón viajero, sin embargo hace mucho que elijo constantemente destinos urbanos para explorar. ¿En qué momento desvié el rumbo?
Cuando comencé a viajar las circunstancias decidieron la ruta. Tenía apenas 21 años, era estudiante del último año de la carrera de comunicación y hacía mi servicio social en la Filmoteca de la UNAM. Hasta ese momento yo había decidido entregarme al mundo académico e investigar sobre el cine y su lenguaje. Era algo más parecido a un ratoncito de biblioteca. Pero todo cambió cuando me dejé seducir por la pasión de alguien cuyos ojos brillaban cada vez que de pronto aparecía después de semanas de viaje.
No recuerdo cómo fue la primera vez que lo vi, la memoria suele traicionarnos e ir borrando los detalles de cosas tan importantes como esas. Conservo algunas imágenes de él preparándose para alguna de sus largas expediciones. Sacando cajas y cajas de cámaras de cine, luces, película y demás equipo que yo no tenía ni idea de como usar.
Trabajábamos en un edificio antiguo, el hermoso Colegio de San Ildefonso. Mis mañanas transcurrían entre una ordinaria y modesta oficina del segundo piso y la biblioteca, que se ubicaba en el tercero. Justo enfrente de la puerta de la habitación repleta de libros de piso a techo, estaba la puerta del departamento de producción. Allí estaba él, llegando y poniendo desorden con su anarquía, sus bromas y su aspecto desaliñado que me recordada a Robinson Crusoe cada vez que se aparecía. Yo ni siquiera sabía si él trabajaba ahí o sólo era un cineasta loco que aparecía de vez en cuando, porque hay que decirlo, aquel era un lugar donde personajes como él aparecían con frecuencia.
Una vez pregunté intrigada quién era ese hombre que ponía a todos a moverse cuando aparecía y que, dicho sea de paso, siempre me sonreía y me miraba de un modo que me hacía ponerme nerviosa. Ahí me enteré que él trabajaba allí pero hacía documentales sobre naturaleza, pues la UNAM estaba produciendo una serie sobre las áreas naturales protegidas de México y él era el productor y el fotógrafo. Cuando mis amigos vieron que mis ojos se abrieron grandes y brillaron, lo primero que me dijeron fue que me alejara de él. Que era neurótico y exigente, que era misógino y casanova, que siempre quería ligarse a todas las chavas y lo peor, que lo lograba.
Me contaron como dejó abandonada a una que se pasó de rebelde en medio de una producción. Se quedó en la selva por no obedecer las instrucciones. No lo niego, sí me asustaron pero también despertaron una morbosa curiosidad en mí alrededor de aquel hombre atractivo con barba y su misteriosa profesión. ¿Qué demonios hace en su día a día un documentalista de naturaleza? ¿Jamás se bañaba o por qué tenía ese aspecto de náufrago cada vez que aparecía? ¿Aquel trabajo era tan satisfactorio o porqué diablos siempre estaba tan contento aquel hombre que me sonreía y me hacía sonrojar?
Por supuesto, la niña curiosa no se alejó. Por el contrario y en poco tiempo nos conocimos. Ahí descubrí que su lado “casanova” conmigo se estaba poniendo tímido. Un día me dijo que si quería unirme a su equipo, cuando estaban a punto de salir hacia Baja California Sur para hacer un documental sobre las ballenas grises y otras maravillas de aquellos lares.
No lo pensé nada y acepté. Así, sin más. No tenía nada que perder. Comenzaba el verano y yo no tenía un centavo. Iba a cobrar un cheque que apenas me dejaría posibilidad de pagar la renta y me quedaría en ceros por dos meses más. Él me ofrecía viajar, aprender, trabajar haciendo cine y además comida y techo gratis, ¿sonaba perfecto no?
Así fue que me embarqué en una aventura que duró casi ocho años en la que se fusionaron mi descubrimiento y posterior pasión por el cine documental, los viajes y por aquel hombre que después pasó de ser mi jefe a ser mi esposo y padre de mi hijo.
Cuando miro en retrospectiva esa etapa de mi vida, a veinte años de distancia, no podría decir si fue él quien me llevó a apasionarme de la naturaleza o si la naturaleza me llevó a apasionarme de él. Lo cierto es que durante aquellos años viví las experiencias más enriquecedoras del mundo natural de mi país, que me cambiaron la vida y me ayudaron a ser lo que hoy soy.
Aunque era evidente que entre nosotros había una atracción, recuerdo bien que en aquel primer viaje él me trató con la misma rudeza que trataba a los demás y que le habían dado la fama de neurótico terrible que tenía. Lo primero que me preguntó era si yo no tenía miedo y si tenía buena condición física. Por supuesto dije que era valiente y fuerte como un roble. Mi primera gran mentira porque era casi un ratoncito asustado que jamás salía de la biblioteca más que para ir a encerrarse a una sala de cine desde donde miraba el mundo de burbuja en el que vivía. Mi condición física era pésima, jamás me ejercitaba más de lo mínimo indispensable y por si fuera poco era odiosa para comer. Nada me gustaba. Sin duda además de ser una niñita consentida, era bastante inculta e ignorante pero él no debía saberlo. Así que hice lo que mejor sabía hacer: actuar.
Pero de poco me sirvió la actuación cuando me deshidraté en lo alto de una cima desértica en San José del Cabo y decidí bajar sentada ante el asombro de mis compañeros. El asombro creció cuando ya abajo me bajé los jeans levis que me ajustaban el cuerpo de veinteañera y le pedí a un amigo que me ayudara a quitarme las espinas que traía clavadas en todo el trasero porque la decisión de bajar sentada como si fuera una resbaladilla, pues me sentía mareada y deshidratada, no había sido la mejor.
Después de aquel principio vinieron mil anécdotas más, como la primera vez que dormí en el techo de una camioneta mirando las estrellas en ropa interior mientras a lado mío estaba aquel hombre rudo temblando de miedo para no caer en la tentación de besarme y abajo estaba nuestro divertido colega que celebraba su cumpleaños 25 entrando desnudo al mar a la media noche y saliendo casi de inmediato como reacción a las anguilas eléctricas que encontró en el agua, mientras nuestras sonoras carcajadas eran el ruido de fondo.
O como cuando ese mismo amigo tuvo la ocurrencia de ir a recostarse en la única sombra que encontró en medio del desierto y casi usa de almohada a una serpiente de cascabel que, por fortuna estaba demasiado aletargada por el calor insoportable, razón por la cual ella estaba también resguardada en esa única sombra, y que apenas acertó a mover un poco su cascabel para avisar a mi amigo que estaba a punto de hacer algo sumamente estúpido.
Ese fue el primero de muchos viajes al desierto, al bosque, a la selva y a los pantanos que hacen de México un lugar único para explorarse palmo a palmo con los sentidos abiertos. Fueron las primeras de muchas anécdotas donde tarántulas, hormigas, mariposas, orgugas, serpientes, roedores, escorpiones, jaguares, monos, ballenas y hasta vacas me acompañaron.
Que los animales y sus ritmos, su naturaleza y su biología determinaran nuestra agenda, nuestros horarios y hasta nuestros tiempos de descanso fueron la mejor oportunidad de aprendizaje y humildad que pude tener. Aquellos años en los que mis conocimientos casi inútiles de universitaria estuvieron al servicio de las maravillas del mundo natural me enseñaron sobre todo lo pequeña que es la especie humana en un mundo tan perfecto. Aprendí de respeto y congruencia pero sobre todo, aprendí de felicidad y de amor. Un poco tarde pero ¡Feliz día Madre Tierra!