Es cierto, ser madre y tener un espíritu libre y viajero no es una combinación sencilla, sobre todo en sociedades como la nuestra donde la responsabilidad parental pareciera estar exclusivamente ceñida a la figura materna como único ser capaz de proveer los cuidados y afecto necesarios para el sano desarrollo de un niño o una niña.
De ahí que una de las más temidas experiencias para una mujer que comienza a construirse una carrera exitosa es la de que ese presente profesional la lleve a tener que viajar por el mundo constantemente. ¿Por qué? pues porque parece que siempre se compran dos pasajes, uno para la exitosa mujer profesionista y otro para su acompañante incómoda: la culpa.
Hace muchos años que yo comencé a viajar y podría decir que casi el 80% de los viajes que he hecho en mi vida han estado vinculados a mi trabajo o mi desarrollo profesional. Considerando que yo me convertí en madre siendo muy joven, pues apenas tenía 23 años, casi todos mis viajes han sido en mi faceta maternal, por lo que se muy bien lo que significa que cuando te notifican que te vas de viaje, siempre estás atrapada entre brincar de alegría por la nueva experiencia o llorar de angustia por todo lo que tienes que resolver en la logística de tu vida cotidiana para poder irte de viaje y que el peso de la culpa no te haga pagar de más al pasar tu equipaje por la báscula.
Cuando los hijos son muy pequeños es mucho más difícil dejarlos encargados con alguien más, incluso con las abuelas o tías que tanto los aman. Es la madre la que tiene un apego especial y se resiste a dejarlos. Sin embargo, yo he descubierto que todo se va complicando mucho más conforme los hijos crecen.
Con mi primer hijo los viajes eran regularmente dentro del país y en condiciones en las que la mayoría de las veces podía acompañarme. Debo confesar que la segunda vez que estuve en Europa, a pesar de que fue un viaje que duró varias semanas, yo no tenía mucha angustia de que mi hijo se hubiera quedado en casa. Yo estaba trabajando en Portugal con mi esposo y nuestro hijo estaba en México en nuestra casa pero bajo el cuidado de sus abuelos paternos, que son las personas más confiables que he conocido en mi vida, y que al estar jubilados, se dedicaban en tiempo y alma al cuidado de los nietos cuando sus hijos se lo requerían. Sin duda aquello fue un tremendo apoyo que me permitió vivir la experiencia de pasar semanas trabajando en un país nuevo sin que la culpa me aplastara.
Sin embargo, las cosas fueron mucho más complicadas cuando años más tarde tuve un hijo siendo soltera. El nivel de responsabilidad creció por mucho y con ello, las complicaciones para seguir avanzando profesionalmente, aunque no tenía tampoco muchas opciones. O impulsaba mi carrera o salir adelante con la responsabilidad que había decidido cargar sería mucho más complicado. Mi hijo fue un bebé de guardería desde los 45 días de nacido, no tenía más opciones. Estaba sola y no contaba con el apoyo de ningún familiar para cuidarlo. Trabajar no era una opción, sino mi realidad de tiempo completo. Entonces, cuando mi hijo tenía apenas nueve meses de edad, fui seleccionada para recibir una beca e ir a Uruguay para participar en un Seminario en el que aprendería muchas cosas y conocería a colegas de toda América Latina. La beca además me la otorgaba la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, lo cual era realmente un honor que no podía rechazar.
Sin embargo, a la alegría de ver mi nombre en la lista de periodistas seleccionados pronto se sumó la angustia de tener que resolver con quien dejar a mi pequeño que ni siquiera sabía caminar aún y estaba en esa terrible edad en la que a ratos gatean, a ratos se arrastran como pequeñas focas y a ratos creen que ya son muy grandes, se ponen de pie y se echan a correr de un mueble a otro.
Por fortuna mi madre accedió a pedir permiso en su trabajo para quedarse una semana en su casa y cuidar al pequeño mientras yo me iba en mi primera odisea por Sudamérica que, dicho sea de paso, fue una gran experiencia.
Las jornadas de trabajo eran intensas y aún no era la época de los teléfonos inteligentes en manos de todos. Yo no tenía uno, por lo que llamaba a mi madre a diario desde unas viejas cabinas telefónicas que había cerca del hotel.
En la penúltima noche en Montevideo, varios de los compañeros con los que había entablado una amistad que por fortuna dura hasta ahora, decidieron tomar un ferri y visitar Buenos Aires al día siguiente. Eso implicaba pagar 100 dólares por cambiar su vuelo para volver un día después de lo planeado a sus países de origen. El problema no era el dinero, porque gracias a la beca, todos teníamos viáticos suficientes para darnos ese lujo. Para mí, el problema fue la culpa. Aunque mi madre me decía que todo estaba perfecto, yo ansiaba volver. Así que muy a mi pesar, me quedé en Montevideo viendo como mis compañeros se embarcaban rumbo a la capital argentina. No hay un sólo día que no me arrepienta de aquella decisión pues hasta ahora no he podido conocer Buenos Aires y cuando volví a casa, mi hijo estaba perfectamente bien y hasta había aprendido a decir su primera palabra: “agua” y a correr en su andadera hasta el garrafón para señalarla. Sí, fui una madre responsable que escuchó a la culpa y se perdió una aventura en Buenos Aires, pero también irremediablemente se perdió el momento en el que su hijo dijo su primera palabra. Ley de Murphy, maldición eterna.
Dos años después, la vida me llevó a Río de Janeiro para trabajar en varios reportajes. Yo acababa de ser nombrada editora de reportajes en una revista especializada de una importante empresa de medios y no podía negarme, a pesar de que el viaje comenzaba un 9 de mayo y concluía una semana después. Mis hijos tenían 14 y cuatro años respectivamente. Al mayor, igual que a mí en realidad, nunca le ha importado mucho festejar el 10 de mayo, pero con el pequeño el no pasar aquel día de las madres en casa se volvió un tormento. Ambos faltamos al festival del colegio. Le abrí la puerta a la culpa y sacarla sería difícil.
Muchos fueron los viajes que siguieron a ese. París, Milán, Guanajuato, Mérida, Chihuahua, etc. Siempre vivía esa bipolaridad de brincar de alegría y padecer por angustia. Conforme mis hijos crecían, las cosas se complicaban más. Mientras estuvo en el kinder, el pequeño faltaba a sus clases para mudarse a casa de mi madre o de alguna amiga para que lo cuidaran mientras yo viajaba. Mi hijo mayor se quedaba con su padre.
La última vez que viajé a Francia no fue por motivos de trabajo, sino porque cumplí 40 años y me quise regalar una visita a París, mi ciudad favorita en el mundo. Eso duplicó la culpa. Mi hijo ya estaba en la primaria y no podía faltar a la escuela, así que con el apoyo de su niñera de tiempo completo y mi madre, que después de su trabajo en lugar de ir a su casa iba a la mía para dormir con mi hijo y alistarlo al día siguiente para subirlo al transporte escolar, pude cumplir mi sueño y darme mi regalo de cumpleaños.
Mi hijo mayor ya estaba en la preparatoria, a la que iba en nuestra hermosa motocicleta Vespa clásica, que habíamos comprado apenas dos meses antes, también como parte de mis festejos cumpleaños. Todo marchó perfecto durante mi ausencia. Justo un día después de mi regreso, mi hijo me llama al volver de la escuela. Había tenido un accidente en la moto. Por fortuna no fue de graves consecuencias e increíblemente él apenas si tenía unos raspones, aunque la motocicleta fue declarada pérdida total. Sin embargo, la culpa volvió a venir sin invitación. No podía evitar pensar en lo que habría pasado si el accidente hubiera sido un día antes, cuando yo estaba volando de regreso a casa.
El hubiera no existe y lo cierto es que los riesgos son inminentes en cada momento de la vida, esté nuestra madre pegada a nosotros o no. Sin embargo, es muy difícil aprender a manejar la culpa que nos injertaron en el chip de la maternidad. Son construcciones culturales por la carga machista que se ha impuesto al rol materno, lo tengo consciente y claro, sin embargo vivirlo es otra cosa. Sin embargo sigo creyendo firmemente que no soy una mujer hecha para quedarse en un solo lugar y que mi corazón viajero que jamás se queda quieto no me hace una mala madre, por el contrario, me da la oportunidad de mirar al mundo y traer los aprendizajes al seno de mi familia para compartirlos con estos dos seres con los que decidí compartir mi vida y construirla en equipo. Amo viajar y amo a mis hijos. Empatar esos grandes amores no es tarea fácil pero ¿quien nos dijo que la vida lo era? Feliz día de las madres a todas las mujeres que no han dejado que nadie, ni siquiera sus grandes amores, corten sus alas.