Nos subimos al árbol más grande, también al monumento de la madre y, como siempre, acabábamos echándonos por la resbaladilla, pero no bien sentaditos como lo hacían los demás chavos, a nosotros nos gustaba echarnos acostados boca abajo y con la cara por delante. Ahora que recuerdo, uno de esos días en que mi hermano y yo nos peleamos por cosas de niños, obviamente, me hice el desentendido pero ya sabía yo cómo me vengaría. Después de jugar por un buen rato y llegada la hora de regresar a casa, cuando mi hermano se echó por la resbaladilla, le “ayudé” un poquito con un empujón y se fue derechito hasta las escaleras del otro lado, dándose un golpazo en la barbilla que se le abrió y le salió mucha sangre. Esa noche mi padre me dio una “cueriza” por haber lastimado a mi hermano.
Cuando mi padre nos “corregía”, él no hacía como otros papás que se quitaban el cinturón y “bolas”. No. mi padre tenía un cinturón especial, el “cuerito”, así le llamaba de cariño, doblado en tres, y que siempre guardaba en el bolsillo derecho de su pantalón. Nada más veíamos cuando se metía la mano al bolsillo, y ésa era la señal que hacía que mi hermano y yo intercambiáramos miradas de “no manches”, carnal, ya nos llegó la hora. ¡Córrele! Tú para allá y yo por el otro lado, así no nos va a alcanzar. Por nuestra mente pasaban mil ideas como pedir perdón, jurar que nunca más lo volveríamos a hacer. Hasta llorábamos pidiendo clemencia: ¡No papá, ya me voy a portar bien! Sin embargo no había poder humano que detuviera el castigo. Mi padre manejaba y blandía el “cuerito” con tal maestría que aunque corriéramos y nos alejáramos lo más que podíamos, hasta metíamos las manos para detener el golpe, pero siempre nos alcanzaba el bendito “cuerito” que se incrustaba, literalmente, en nuestras carnes y nos hacía aullar de dolor.
En fin, ese día, decía yo, cuando regresábamos a casa después del Jardín San Juan, pasamos por la tienda de Don Benito, bajando por Degollado. Esa tienda siempre estaba llena de juguetes muy padres. La verdad, la tienda de Don Benito era la mejor de nuestra calle. Justo en la entrada de la tienda, exhibido sobre el piso, había un trenecito, el trenecito más padre y colorido que jamás había visto. Mi hermano y yo intercambiamos la mirada. Esa mirada cómplice que hizo que nos pusiéramos de acuerdo en que ese trenecito tenía que ser nuestro.
Creo que nos tomó dos días planear toda la estrategia para robarnos el trenecito. Se nos calentaba la sangre nomás de pensar que en cualquier momento estaríamos disfrutando de ese juguete maravilloso. Habíamos quedado que pasaríamos por la tienda y mientras mi hermano llevaba a Don Benito al fondo con el pretexto de preguntarle por otros juguetes, yo tomaría el tren y me echaría a correr a toda velocidad hacia la casa. Y así lo hicimos. Mientras mi hermano realizaba su parte del plan, yo, con el corazón saliéndose de mi pecho, agarré el trenecito y me fui corriendo con él como alma que lleva el diablo.
Cuando mi hermano llegó a la casa, se metió debajo de la cama donde me encontraba ya jugando con el trenecito. Pasamos un rato maravilloso jugando e imaginando viajes y asaltos al tren, cuando de repente vimos los pies de mi papá frente a la cama.
- ¿Qué están haciendo allí abajo? Preguntó con voz enojada.
- Nada, papá. Contestó mi hermano.
- ¿Cómo que nada? Gritó mi papá, más enojado
- ¡Salgan de ahí! Ahora el grito fue tan fuerte que salimos de “volada”.
- Sí, pa…pá ya vamos. Se me hizo un nido en la garganta. Sí. Un nido
- ¿Por qué se esconden? ¿De quién se esconden?
- De nadie, papá. ¿Por qué?
- ¡No se hagan! ¡Qué tienen allá abajo!
- ¡”Uuuuta ma”! (no lo dije, sólo lo pensé)
- Nada. Dijo mi hermano.
- ¡Cómo que nada! ¡Saquen lo que tengan allí inmediatamente!
Sacamos el tren. Mi padre nos preguntó que de quién era porque ese juguete no nos lo había comprado. Nos miramos sin saber qué decir y nos pusimos a llorar con vehemencia, como sólo los arrepentidos lo hacen. Nos echamos la culpa mutuamente, como hacen todos los hermanos. Fuiste tú. No es cierto, tú me dijiste que lo hiciera. ¡No es cierto! ¡Ya di la verdad! Nada sirvió. Al final le dijimos que lo habíamos robado de la tienda de Don Benito, lo que hizo que se enojara como nunca lo había hecho. Se llevó la mano dentro del bolsillo y… no tuvimos a dónde correr, la cama nos obstaculizaba el paso. No hubo forma de pedir perdón. Mi padre nos dijo que lo que menos quería en su vida era tener hijos ladrones y que todo lo que tuviéramos en la vida tendría que ser por nuestro propio esfuerzo. Nos puso una “cueriza” de antología. Lloré como nunca lo había hecho en todos los cinco años que llevaba caminando los caminos de la vida y todavía nos obligó a ir en ese mismo momento con Don Benito a devolverle el trenecito.
Cuando llegamos, Don Benito, todo acongojado, le dijo a mi papá que no fuera así tan violento, que sólo éramos unos niños y no sabíamos lo que hacíamos. Mi padre volvió a repetir que no quería tener hijos ladrones. Finalmente entregamos el juguete. Mi padre ofreció disculpas y regresamos a casa llorando del dolor y con mi papá detrás de nosotros confirmando que siempre estaría vigilante de nuestros pasos.
Han pasado cuarenta y cinco años de esa anécdota. Mi padre se fue de este mundo hace tres pero esa experiencia me dejó grabada en la piel, además de la “santa cueriza”, las palabras de mi padre. Gracias, papá. Lo recuerdo y le agradezco (siempre nos dirigimos a él de “usted”) de corazón la “cueriza” de ese día. Nunca he olvidado la lección.
Cuernavaca, Morelos; viernes 17 de junio de 2011.
01:25 am.