"Un hombre que no sabe
ser un buen padre, no es
un auténtico hombre.”
Mario Puzo
Hace unos días terminé de leer un libro que me ha dejado pensando muchas cosas. Y, de hecho, lo he estado relacionando con otro libro que leí hace ya varios meses. Todo se conecta, todo tiene sentido cuando atas los cabos sueltos.
El libro que leí hace varios meses se titula “Cuídame de ti” de Mónica Salmón, mexicana, y el más reciente se titula “el origen de todos los males”, historias de varios escritores y escritoras mexicanos compilado por Bibiana Camacho. Todas esas historias hablan acerca de los padres y madres. Y comento que no es nada agradable ver, analizar lo que estos escritores escriben sobre los progenitores.
Al principio, me negaba a aceptar lo que encontré en esos libros, pero ya después, con más calma, dejé descansar mis reflexiones, retomándolas más tarde, y creo que hay mucha razón en lo que ahí encontré.
No entraré en detalles, lo cierto es que nuestros padres nos dejan huellas que llevaremos hasta el final de nuestros días. Muchas de ellas, pueden ser buenas, tal vez, extraordinarias, pero hay otras, que de plano las tenemos que trabajar mucho para erradicarlas de nuestra forma de vivir. No es fácil. Llevamos cargando muchas culpas y, también, una serie de comportamientos que no nos dejan vivir en paz.
Seguramente te preguntarás el porqué de estas reflexiones. Mi contestación es muy sencilla. Cada año, justamente en esta época en la que el amor más grande llena nuestros espacios por el significado del nacimiento de Jesucristo en nuestras vidas, es importante reflexionar, cuestionar, si nuestro comportamiento como padres y como madres es el que debemos dar a nuestros hijos e hijas. Sé que no hay escuelas para padres, sé que nunca estaremos preparados ni intelectual ni emocionalmente para educar y amar a nuestros peques como se debe. Nunca podremos ser padres perfectos. Sin embargo, debemos tratar de ser lo mejor posible para que nuestros vástagos también crezcan y se desarrollen con confianza y certeza en la vida.
En uno de mis artículos anteriores hablé de la importancia del apego, pero obviamente del apego sano. Todos necesitamos un vínculo con nuestros padres. Uno de los pioneros en este tema fue John Bowlby. Él observó a niños y niñas separados de sus padres durante largos períodos de tiempo, también estudió a niños evacuados en la segunda guerra mundial, y confirmó que, con el tiempo, muchos de ellos observaron problemas emocionales, intelectuales o sociales. Este autor infirió que, durante los primeros veinticuatro meses de vida, los niños tienen la necesidad imperiosa de crear un vínculo, una unión, con, al menos, un cuidador adulto, que por lo general es uno de los padres. Principalmente suele ser la madre. El apego es un lazo emocional muy fuerte y duradero con una persona en especial que, si se altera, puede tener efectos prolongados en el desarrollo.
El comportamiento de los padres, pues, hacia sus hijos, puede tener un efecto benévolo en su vida futura. Pero también, si ese comportamiento no es el adecuado, puede tener efectos negativos muy considerables.
En unos pocos días se celebrará el nacimiento del niño Dios, y quien, en su camino de vida dejó un legado muy fuerte. “Amaos los unos a los otros”, o aquella que llaman la “regla de oro” y que se encuentra en Mateo 7:12: “Así que, todas las cosas que queráis de los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos. El perdón es otro principio que nos legó para llevar una vida adecuada.
Alguna vez también mencioné que me gusta el pensamiento religioso, aunque yo no lo soy tanto. Sin embargo, trato de tomar lo mejor de cada ideología, porque todas tienen algo bueno.
Los dejo con estas reflexiones planteadas en este artículo. Pueden agregar las que deseen, y, como siempre, les agradezco el tiempo que se toman para leerme cada semana.
Les deseo lo mejor en esta Navidad, y que las enseñanzas que nos legó la llegada del nazareno llenen sus corazones para ser mejores cada día.