“No hay peor tiranía que la que se ejerce
a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia".
Charles Montesquieu
Continuando con el artículo de la semana pasada en la que hablo de lo necesario para desarrollar una cultura de paz, mencioné, ligeramente, lo que está sucediendo con las decisiones del presidente Trump que no sólo afectan a su pueblo, sino también al mundo entero. Y considero necesario, manifestar algunos puntos de vista personales sobre el tema.
Es de fundamental importancia que observemos y analicemos que las cosas no pueden ni deben ser como otros tiempos en los que los gobernantes se imponían ante el pueblo y lo perjudicaban con el propósito de favorecer a los suyos y a sus propios intereses.
Y en este caso, quisiera recordar a Charles Montesquieu: jurista, intelectual, historiador y filósofo político francés cuya obra principal, “el espíritu de las leyes” fue una contribución importante a la teoría política. Su obra se desarrolla en el contexto del movimiento intelectual y cultural conocido como la Ilustración.
Montesquieu es particularmente recordado por su teoría de la separación de poderes, que es implementada en muchas constituciones en todo el mundo. También se le recuerda por incluir al despotismo como una clasificación importante de los tipos de gobierno junto con los de la república y la monarquía.
Y es en este punto en el que me quiero detener por un momento. El despotismo es una forma de gobierno en la que una sola entidad gobierna con poder absoluto. Normalmente, esa entidad es un individuo, el déspota. La frase que sintetiza al despotismo ilustrado es “todo por el pueblo, pero sin el pueblo”. Coloquialmente, la palabra "déspota" se aplica peyorativamente a aquellos que usan su poder y autoridad para oprimir a su población, súbditos o subordinados.
El presidente de los Estados Unidos no está viendo por su pueblo. Ha ejercido acciones que van en contra de los derechos humanos de sus conciudadanos, y, además, quiere imponer su poder a otras naciones como para recordarles el poder que siempre ha tenido su “gran potencia”.
Muchos coinciden en que sus acciones van a empeorar las relaciones diplomáticas con otros países de tal forma que hasta pueden ser detonantes de una tercera guerra mundial.
Por ello, En el contexto actual, donde las tensiones políticas y sociales se intensifican en muchas partes del mundo, es imprescindible que las democracias desarrollen y fortalezcan una cultura de paz. Este concepto, va más allá de la simple ausencia de guerra. Implica la construcción activa de sociedades basadas en la justicia, el respeto a los derechos humanos y el diálogo como herramienta fundamental para la resolución de conflictos. Sin una cultura de paz, las democracias corren el riesgo de ser erosionadas por líderes autoritarios que buscan imponer políticas antidemocráticas en contra de la voluntad de los ciudadanos y, en muchos casos, en perjuicio de otros países.
La democracia no puede sostenerse únicamente en elecciones periódicas, y esto es necesario que lo entiendan los partidos políticos; necesita una ciudadanía informada, participativa y dispuesta a defender los valores de la convivencia pacífica. En este sentido, la filósofa Hannah Arendt advertía sobre los peligros de la banalidad del mal, refiriéndose cómo la falta de reflexión crítica y el conformismo pueden llevar a las sociedades a aceptar regímenes opresivos sin resistencia.
Por su parte, John Rawls, en su teoría de la justicia, argumentaba que una sociedad justa es aquella que garantiza la igualdad de oportunidades y protege los derechos fundamentales de todos sus miembros. Sin estos principios, las democracias se vuelven vulnerables a la manipulación de líderes que buscan perpetuarse en el poder mediante discursos de odio, exclusión y polarización.
El historiador Yuval Noah Harari ha señalado que en el siglo XXI las amenazas a la democracia no solo provienen de golpes de Estado tradicionales, sino también de gobiernos que, mediante estrategias de desinformación y concentración de poder, minan las instituciones democráticas desde dentro. Cuando los gobernantes imponen políticas sin consenso ciudadano o sin respeto a los acuerdos internacionales, no solo ponen en riesgo la estabilidad de sus países, sino que pueden generar conflictos a nivel global.
Un ejemplo de esto es el resurgimiento de nacionalismos extremos que buscan justificar intervenciones militares, sanciones económicas o políticas de discriminación bajo la premisa de la soberanía nacional. Tales acciones, en lugar de fortalecer a las naciones, generan división, aislamiento y confrontación con otros estados.
Para contrarrestar estos peligros, es fundamental que las democracias promuevan una cultura de paz desde la educación, los medios de comunicación y la participación ciudadana. Como afirmaba el filósofo Karl Popper, una sociedad abierta es aquella que permite el debate y la crítica sin miedo a represalias. Por ello, es necesario fomentar el pensamiento crítico y el respeto a la diversidad como bases para una convivencia armónica.
Asimismo, el Premio Nobel de la Paz, Nelson Mandela, nos recuerda que "nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión. La gente aprende a odiar, y si pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar". Esta enseñanza cobra relevancia hoy más que nunca, cuando la intolerancia y la polarización amenazan con fracturar nuestras sociedades.