Y ese hallazgo me ocurrió desde el primer semestre. Y eso me desmotivó.
Hasta que conocí a Miguel Ángel Celis Ponce, quien marcó de manera decisiva a varios compañeros de mi generación, a los que zambulló en el deseo de aprender siempre más y –entre otras cosas- en la cultura francesa que a él lo había terminado de formar.
Al concluir la carrera le perdí la pista y tardé muchos años en localizarlo, aunque sabía de él por algunas de sus actividades académicas que trascendían a los medios, o quizá sólo cuando fue aspirante a la rectoría de la UAEM, donde por supuesto le hicieron de chivo los tamales.
Hace quizá diez o doce años una casualidad me hizo tener su teléfono privado y le llamé, de lo que derivó un agradable encuentro, en la que supe lo que había sido de su vida luego del chasco que fue buscar la rectoría. Y me dijo que había vida más allá de la academia. Y una buena vida.
Por razones largas de contar, no lo he vuelto a ver. De hecho, ayer supe de su fallecimiento… en septiembre del 2009. Apenas.
Por lo menos ya no le tocó la espiral de violencia que dejó la muerte de Arturo Beltrán Leyva en su amada Cuernavaca. Aunque era hombre de mundo, siempre volvía a esta ciudad, donde justamente dio su último suspiro.
Siempre pensé que podría haber otro encuentro, como ese que sería el último. Ahora así lo recordaré. Como un hombre de esos a los que los políticos les da flojera escuchar. O de los que ya no hay.