Él acaba de hacer una rectificación de una de sus teorías más populares y perfeccionadas, la que dice que de los seres humanos, sólo aquellos que se dedican a la política tienen mayores grados de bestialidad y cinismo, pero aún así sus congéneres los soportamos.
Sin embargo, ayer el Pingo –aficionado a observar todo lo que le rodea, pero en especial los seres humanos- tristemente descubrió que no sólo los políticos, sino todos los hombres en general somos capaces de las peores salvajadas.
Y esa terrible verdad le llegó por medio de las espeluznantes imágenes de unos indignados tablajeros que como forma de protesta decidieron matar a un cerdo a la entrada del palacio de gobierno.
Pingo veía aterrado los ojos del pobre marrano (o marrana, ni se fijó en los detalles) que no podía creer lo que le estaba pasando: un joven le enterró, sin decir agua va, un enrome cuchillo en el abdomen. Inmediatamente el cerdo fue sometido de espaldas al piso mientras otro hombre le picaba el pecho. Fue un terrible espectáculo, ofrecido en radiante color rojo y, por supuesto, sin anestesia.
El perruno colaborador de esta columna dijo que nunca ha tenido mucha fe en la raza humana, pero ahora tiene menos, al ver que las peores escenas son puestas al alcance de la mano de cualquier para conseguir a toda costa el objetivo trazado.
Indicó que si bien quienes realizaron la ejecución a eso se dedican, sus patrones excedieron los modos decentes de pedir las cosas. Máxime porque algunos de ellos algo tuvieron que ver –por acción o por omisión- en la situación que llevó al cierre del rastro.
Por eso Pingo tiene ahora, más que antes, mucho más, una terrible opinión de lo que podemos hace los seres humanos. O lo que podemos dejar de hacer y sus consecuencias. Por lo mismo, ha decidido calibrar sus observaciones. Como siempre, los políticos vuelven a perder ante su mirada, pero también el resto de nosotros.