La violencia de género está en la base de la ola de asesinatos de mujeres. Quizá sea su causa principal, aunque la atribuyo más a la impunidad que genera confianza en los potenciales asesinos.
Una persona me platicaba que, mientras estaba en la sala de espera de un gran hospital de Cuernavaca, le tocó ver a otros pacientes, especialmente a una pareja de ancianos en la que él se había enojado con su compañera y más se molestó cuando ella no se dejó golpear.
Afortunadamente el viejito estaba en silla de ruedas. Pero desde allí le exigía –me cuentan- a su pareja que se acercara para que la pudiera golpear. Bonita cosa.
La señora no se acercó, por lo menos no lo suficiente, pero me imagino que cuando no había silla de ruedas de por medio las cosas no eran tan fáciles para ella.
Eso es común.
Los mecanismos legales para combatir semejante mal no funcionan, excepto en algunas ocasiones, que no son suficientes.
La violencia que los hombres ejercen contra la mujer desde los hogares ha permanecido sin castigo a tal grado que se ha alentado una forma de violencia superior que termina en homicidio y que ni siquiera la implementación de un delito específico (el feminicidio) y mayores penas corporales han servidor para frenar.
Pero estoy seguro que si de repente quienes atentan contra la vida de una mujer son inmediatamente metidos a la cárcel sin demora, otros potenciales asesinos lo pensarían dos veces. O golpeadores, si fuera el caso.
Pero si hoy una mujer es víctima de una paliza y en el momento atrapan al agresor, otra imagen tendrían esos súper machos. O sea, la violencia de género es un problema de desinterés.
Mientras las autoridades en sus tres niveles no crean que es importante las cosas no van a cambiar.